El informe del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi) correspondiente a enero pasado es, por decir lo menos, preocupante: 5% de toda la población que busca un empleo no lo consigue, lo que equivale a dos millones 260 mil personas de 14 o más años que no logran conseguir un trabajo que les genere una justa y necesaria retribución económica. Se trata de la mayor tasa de desocupación en el país en 12 años.
Traducido a la perspectiva de las familias, se trata de verdaderos dramas domésticos.
El lunes pasado, al presentar el Programa de Empleo Temporal Emergente, el Presidente Felipe Calderón reconoció la complejidad de esta situación, agrandada por el difícil momento económico que vivimos. “La crisis que actualmente enfrenta el mundo exige respuestas concretas para aminorar su impacto en las familias del país. Esas respuestas deben orientarse a promover más inversiones, públicas o privadas, y a defender las fuentes de trabajo de los mexicanos o crear otras que sustituyan las que puedan perderse en esta coyuntura”.
En el corto plazo, la prioridad está en salvaguardar los empleos que se tienen, y en auxiliar a quienes la crisis les ha llevado a perder parcial o totalmente su fuente de ingresos. Pero a largo plazo esta desventura tiene que traducirse en una reconversión general de las actividades educativas y productivas.
México mantiene un divorcio entre formación profesional y mundo laboral que es insostenible. No debería haber tener abogados que se dediquen a la venta de libros, o administradores que laboren como taxistas, por más honorables que sean estas actividades.
Son muchísimos los recursos aplicados en costear, pública o privadamente, una preparación desconectada de la generación de riqueza y bienestar generales como para mantener un modelo disfuncional.
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