México

Y sucedió en París…

Un cúmulo de gente se agolpaba en la sala donde se celebraría la causa, abundando con notoriedad extraordinaria público femenino; vamos, mujeres al por mayor…

No sé; seguramente que sí habrá visto, amable lector que mis letras sigue, antiguas películas en las que, por razones del argumento, presentaban las escenas de un juicio. Tenía, digo yo, su encanto; su solera; su, como dicen los románticos, “charm”, ya que las intervenciones de los abogados, fiscal y defensor, como el juez con una solterona estenógrafa -siempre me daban esa impresión de su estado civil- al frente, y el bajar y subir al sillón declaratorio de cuestionados y testigos con dos largas filas de jurados que darían, al fin, su veredicto, repito, todo esto tenía su atractivo.

Pues se dice que el sistema jurídico se enriquecería con juicios de características tales, por supuesto que, indispensable, con público presente que disfrutaría o padecería de la buena o mala oratoria de los profesionales de la ley y... y, no lo dudo.
No lo dudo toda vez que, ¿y por qué no?, los adictos televisivos al telenovelaje dramático, saciarían ampliamente sus deseos de “vivir” en un recinto de justicia, los avatares, pormenores y demás zarandajas con las que aderezan las tragedias en una pantalla chica.

A esto me viene el recuerdo de un juicio llevado a cabo en la mismísima París, cuando a mediados del antepasado siglo, el XIX, acusado un reo de delitos sexuales con detalles, aunque ya habían sido publicados algunos en los periódicos, por el morbo que los rodeaba, había la suposición de que serían detallados en la vista oral.

Un cúmulo de gente se agolpaba en la sala donde se celebraría la causa, abundando con notoriedad extraordinaria público femenino; vamos, mujeres al por mayor… no hay que olvidar que esto sucedía a mediados de la antepasada centuria tan caracterizada por su puritanismo, razón por la cual el juez no se decidía a dar inicio al escandaloso proceso, advirtiendo a la concurrencia el carácter del mismo por lo que, a viva voz, hizo su solicitud: ¡Ruego a las mujeres decentes que con toda espontaneidad se retiren de la sala!

Pasaron varios minutos.  Ni una sola de las féminas presentes salió. La curiosidad morbosa se había avivado.
Nuevamente el juez, con autoridad pero no ausente de cierta ironía expresó esta vez: Ahora que las damas decentes se han retirado, los alguaciles de la autoridad obligarán a salir a las demás.

Y…  PENSÁNDOLO BIEN.

Y…  PENSÁNDOLO BIEN, ya he narrado que esto aconteció hace ciento sesenta años.  Ahora…
Ahora no pasaría, dado que ni las mujeres aceptarían salirse, aún a fuerza de ser expulsadas, ni tampoco a juez alguno se le ocurriría la peregrina idea que las féminas, sea cual fuere su moral catadura, pudieran estar ausentes de un proceso como el que he descrito.

Cosas pues, de los tiempos. Cosas, pues, de las mujeres, y es que son tan hermosas…
Síguenos en

Temas

Sigue navegando