México

Tamaulipas

El crimen en contra de José Mario Guajardo se ha catalogado como un abierto desafío de las bandas del narcotráfico

La presión es brutal sobre el Estado mexicano. Y cruje. Los hombres que cargan con la representación de las instituciones --atolondrados y sin saber qué hacer-- no han podido escapar de los territorios del amago y el posicionamiento.

Esa acometida contra el Estado gravita ahora sobre la vida del país, como el Sol sobre la Tierra. Y tiene que ver, definitivamente, con la lucha por el poder público y la guerra por la instauración definitiva de la impunidad.

En México, el asesinato del señor José Mario Guajardo, candidato a la alcaldía de Valle Hermoso, Tamaulipas, ha conmocionado esta semana a la clase política, porque, este crimen, se ha catalogado como un abierto desafío de las bandas del narcotráfico que, en los hechos, han dado la impresión de que ya cogobiernan en Tamaulipas. Un desafío contra el conjunto de instituciones –como la electoral-- que se ha dado el país para su organización política y social.

La víctima ha sido, ni más ni menos, otra vez un representante de la clase política. Como, no hace mucho, en agosto de 2009, también sucedió con el asesinato de Armando Chavarría, diputado local y presidente del Congreso de Guerrero.

En septiembre de 2008, en el mismo Estado de Guerrero, bandidos encapuchados asesinaron en Ayutla de los Libres a Homero Lorenzo Ríos, quien entonces fungía como candidato del PRD a una diputación local.

Apenas hace 15 días, el 30 de abril, en Guerrero también, fue asesinado Rey Hernández, el líder estatal del Partido del Trabajo. Y, allá mismo, en ese Estado del Sur, están pendientes de resultados las investigaciones sobre los asesinatos de José Santiago Agustino, presidente municipal de Zapotitlán Tablas, y de Abel Uribe Landa, ex alcalde de Tetipac.

Todos estos crímenes tienen el mismo común denominador: no se sabe –al menos oficialmente-- quién los ordenó. Pero, casi siempre, las sospechas apuntan hacia ese nudo gordiano, hasta ahora imposible de desatar, con que ha sido atado el yugo que ha unido a criminales y algunas autoridades, no importando el nivel de Gobierno en que estén.

Este viernes, cuando se velaba el cuerpo del candidato panista asesinado, el presidente del Senado de la República, Carlos Navarrete, ominoso, advertía: “Es el reflejo del clima de violencia que desborda varias entidades, como Tamaulipas, Chihuahua, Nuevo León, Baja California, Guerrero, Michoacán, Tabasco. Es una larga lista de entidades la que sufre la presencia del crimen organizado y la que siembra de cadáveres las ciudades del país, lamentablemente”.

Reprobaba y condenaba el crimen, y arengaba al Gobierno federal a intensificar sus investigaciones “porque traigo dos preocupaciones”, acotó. “Primero los asesinatos y después la impunidad en la que se dan”.

Y apostillaba el líder del Senado: “Ningún homicidio es aclarado, ningún homicidio se determina quiénes son los responsables intelectuales o materiales; pareciera que asesinar en México ya es una práctica que no conlleva responsabilidad de ninguna naturaleza. Basta con decir que fue el crimen organizado y se acabó, y ahí se cierran los expedientes”.

Navarrete todavía dijo: “No hay que aceptar como algo ordinario y normal la violencia que azota nuestras ciudades, porque en el momento en que el Estado mexicano acepte que eso es ordinario y normal habremos perdido totalmente la batalla”.

Hacía un instante, el líder del Senado había exhortado a todos los candidatos a un puesto de representación popular en los procesos electorales actuales, que intenten no pedir resguardo especial, porque tal cosa los colocaría bajo el riesgo de desfasarse del resto de la sociedad. Una sociedad que enfrenta, muchas veces desvalida, a la violencia en su más cruda expresión.

Por cierto, más de cuatro mil menores de edad y mujeres, que no tenían nada que ver en el asunto, han muerto en lo que va del sexenio por causa de fuego cruzado en enfrentamientos entre fuerzas públicas y criminales.

Navarrete dijo: “El Estado mexicano tiene obligaciones elementales que la Constitución le señala y una de ellas es salvaguardar la integridad física de los mexicanos de su patrimonio, de sus familias, de sus propiedades, y el Estado mexicano tiene que mantener necesariamente esa obligación legal que se mantiene”.

Y sin embargo, voces como la del influyente Navarrete no escapan de los territorios del posicionamiento. Más allá de estos planteamientos y opiniones, el Congreso mexicano no ha podido hacer más. Como, acaso, obligar al régimen a realizar cambios radicales en la estrategia de combate al crimen organizado.

Depender de la decisión de un hombre, como lo permite actualmente el sistema de gobierno presidencialista que tenemos en México, ha causado terribles daños a la República. En casos de excepción con el que ahora vive el país, deberían tener mayor protagonismo los encargados de las otras instituciones de la Unión. Y no es así.
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