México
Manotazo de Washington
Este sábado, tres personas del consulado norteamericano en Chihuahua fueron asesinadas a balazos
Rápidamente la cancillería y el presidente dieron su pésame a Washington y prometieron que resolverán los casos de inmediato. Este suceso despertó la indignación del presidente Obama, quien aseguró que autoridades norteamericanas colaborarán con la Policía para atrapar a los asesinos. En sus declaraciones, Washington asume que el narco es responsable de los homicidios. Este caso podría dar la excusa perfecta para acrecentar el intervencionismo de la CIA y la DEA en México.
Este dramático suceso revela las posturas contradictorias que el Gobierno norteamericano muestra con México desde que a Bush se le ocurrió impulsar la guerra contra el narcotráfico, imitando el modelo de la paradójica guerra contra el terrorismo. En un discurso rescatista, asignan al Plan Mérida recursos para auto comprarse aeronaves y armamento, y para pagar a especialistas americanos en justicia, pero en realidad el Plan Mérida tiene un presupuesto que equivale al gasto militar de un día en la guerra de Iraq, y sus medidas de desempeño son una farsa, porque carecen de un abordaje binacional y utilizan las cifras a conveniencia de Washington.
Hoy Obama dice que esta guerra es prioridad y asegura que tantos muertos en México (17 mil en los últimos tres años) son símbolo de éxito, una semana más tarde dice que esto es un desastre ingobernable y no tiene remedio.
Estados Unidos sigue con un juego pueril de pintar a México como el vecino salvaje y a sí mismos como la Policía mundial. El amor-odio entre la Casa Blanca y Los Pinos es de antología.
Uno dice que México es responsable de la violencia derramada hacia el Norte (como si sus mafias y corrupción no funcionaran estupendamente) y otro responde que los norteamericanos son consumidores responsables de la demanda, acto seguido se toman la foto y se felicitan. Lo cierto es que su Plan Mérida no incluye una estrategia de reducción del consumo de drogas en el país del Norte, ni una guerra abierta contra sus propias mafias de narcomenudeo, ni el debate abierto sobre legalización.
El asesinato de su personal consular representa una escalada de la guerra del narco a una nuevo umbral. Quizá obligue al Gobierno norteamericano a salir de su cómoda e hipócrita ambigüedad. En la década de los años ochenta el asesinato de Camarena, un agente de la DEA, impulsó más de “un manotazo” intervencionista por parte de las autoridades norteamericanas.
Hace veinte años no funcionó, y no hay razón para pensar que ahora tenga éxito. La única salida posible es que ambos países impulsen políticas de salud, detengan la violencia y asuman las debilidades de la globalización del crimen transnacional, pero sobre todo que Washington deje de creerse el líder moral que promueve la muerte como método de justicia en países en desarrollo, porque no puede salir ileso de su propio plan.
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