México

La huella de Rafael Caro Quintero en Chihuahua

Tres décadas después, se conocen historias de lo que fue El Búfalo, donde empacaban manzanas y quemaron 10 mil toneladas de mariguana

BÚFALO, CHIHUAHUA (19/AGO/2013).- En la papelería de la familia Carrejo, en el centro de la ciudad de Jiménez, Chihuahua, aún recuerdan los tiempos en que Caro Quintero era el “narco de narcos”. Lo recuerdan porque la calle que cruza frente al local estaba recién pavimentada, la tienda de ropa “La Sensación” daba empleo a unas 20 personas, y la papelería Carrejo nunca estuvo como hoy, habitada sólo por la propietaria y un par de moscas.

Lo mismo recuerda Jorge, el dueño de la Barbacoa González. Y Ernesto, el de la carnicería dos locales más adelante.

Fue esta ciudad de 38 mil habitantes la que dio de comer y de vestir a los siete mil obreros de Rafael Caro Quintero forzados a trabajar en un rancho que como mínimo medía mil hectáreas.

Erróneamente llamado rancho Búfalo, este extenso terreno donde ahora se siembra chile jalapeño, cebolla y nuez, jamás tuvo nombre. El Búfalo es el nombre del pequeño poblado sin pavimentar, de apenas unas 80 casas viejas, que está unos 20 kilómetros antes de encontrarse con la gigantesca planicie.

Este pueblo, de unos 300 habitantes, está a unas cuatro horas al sur de la ciudad capital de Chihuahua, entre las ciudades de Camargo y Jiménez. Para llegar aquí hay que recorrer una carretera paradisiaca bordeada por álamos y nogales, protegida por un cielo abierto, y tras unos 15 minutos de camino, la carretera termina en el muro del bar Búfalo Bill, una antigua cantina al estilo del Viejo Oeste, señal de que se ha llegado a Búfalo, Chihuahua.

Tras las últimas casas de adobe del poblado, se extiende el campo entre los senderos de terracería. Hay que recorrer unos 20 minutos cruzando un ancho río y dando izquierdas y derechas que sólo un local puede adivinar, para llegar a uno de los dos ranchos que fueron propiedad del ‘narco de narcos’ Rafael Caro Quintero.

La entrada, antes usada a manera de fachada, es una serie de pequeñas construcciones, ahora habitadas por una familia de ejidatarios de Búfalo. En otros tiempos eran utilizadas por los más de siete mil empleados del narcotraficante dedicados a sembrar, cortar y empaquetar las miles de toneladas que se producían en su otro rancho, El Álamo, perdido unos kilómetros más al norte.

Si uno sube a la punta de la vieja cisterna de agua que provee del servicio a estas construcciones, se da cuenta que mil hectáreas, más que un número con muchos ceros, son unas montañas al fondo, difuminadas por su lejanía. Allá termina “el famoso rancho”. El rancho empaquetador de Caro Quintero.

El rancho de las manzanas

Cuentan los jimenenses que todos los días bajaban camiones desde esas montañas para abastecerse de carne, tortillas y ropa para los trabajadores que “colectaban manzanas”.

Jorge González es un hombre de algunos 45 años, de cuerpo grande y dueño del local de barbacoa que lleva su apellido, establecido por su padre en 1951. Lo que más recuerda de aquel entonces es la cantidad de carne que pedía la gente de Caro Quintero: “Todos los días bajaban, cargaban de aquí unas cinco cajas de carne, y de otras dos o tres tiendas más, lo mismo. Cerrábamos temprano porque sacábamos lo del día en unas horas”.

El local que heredó Jorge es de apenas unos cuatro metros cuadrados más una pequeña cocina. Aún conserva la fachada histórica afrancesada. Pero a pesar de su pequeñez, es la barbacoa más consumida en Jiménez.

“Llegaban a las tortillerías y compraban todo lo que tenían. En los abarrotes también arrasaban con todo, igual en las tiendas de botas y cintos. Los vaciaban, les compraban todo. Entonces los vendedores tenían que resurtir otra vez”, dice emocionado, como viendo el tiempo regresar.

“Era mucho el dinero que dejaron en Jiménez”, se repite, mientras corta la barbacoa en automático, sin mirarla.

Los compadres


Hace 28 años, en estas mil hectáreas vendidas a Caro Quintero por hombres de apellido Muriel y Monarrez, comenzó el final de la vida de un hombre y de la carrera de otro.

El primero era Enrique “Kiki” Camarena, un agente estadounidense de la Agencia Antidrogas (DEA) que, a la vez que descubrió este rancho, encontró su muerte. El segundo era Rafael Caro Quintero, dueño de estas tierras que hasta el frío noviembre de 1984 olían a la fresca mata de la mariguana, y acabó su carrera cuando mandó matar al primero.

Cuando se está en estas tierras, bajo el amplio cielo, entre el olor del pasto húmedo y un silencio que suena verde, es difícil creer que sea este el epicentro de 10 mil toneladas de mariguana, siete mil trabajadores esclavizados y el asesinato de un padre estadounidense. Pero para la gente de Caro Quintero es muy sencillo: fue una traición.

Un hombre que prefiere que en el texto se le llame sólo con su inicial, D, trabajó estas tierras para “el narco de narcos”. Confiesa que nunca lo vio en persona, pero que lo admiraba como se admira a un cantante de pop o a un escritor.

“La traición se paga, y fue por el rancho y no por nada más que mataron a Kiki”, afirma con un tono severo, renegando de la pregunta de por qué decidió Caro Quintero asesinar al agente.

“Se llevaban de compadres. Le dio su confianza, igual que (Miguel) Félix Gallardo y (Ernesto) El Neto (Fonseca)”. Lo vuelve a decir: “La traición se paga caro”.

Enrique Camarena, era un mexicoamericano nacido en Baja California, naturalizado estadounidense y miembro de la Marina norteamericana. En 1981 la DEA lo asignó a Guadalajara, Jalisco, con la tarea de infiltrar las redes del narco. Tres años más tarde, el mismo Caro Quintero le llamaba ‘compadre’. Camarena le había prometido impunidad desde el Sur hasta el Centro del país y se lo cumplió en suficientes ocasiones para ganarse también a los socios de Quintero, Miguel Félix Gallardo y Ernesto Fonseca.

Pronto le contaron de los dos ranchos, del avanzado sistema de riego, del proceso de empaquetado, de los 12 camiones diarios y de los ocho millones de dólares que se ganaba en cada viaje a los Estados Unidos. Camarena avisó a sus jefes, Phil Jordan uno de ellos, director del Centro de Inteligencia de El Paso, en Texas (EPIC). “Kiki Camarena sabía que los narcos seguían sus pasos mediante la DFS (Dirección Federal de Seguridad). Yo supervisé sus investigaciones en México y nos vimos nueve meses antes de que lo mataran, y me dijo: no pasa nada, son agentes de la DFS que quieren ver qué andamos haciendo”, relata Jordan. Pero no era tan sencillo. Quintero ya sospechaba de algo.

Camarena sobrevoló el rancho junto al piloto Alfredo Zavala. La DEA dio aviso al Ejército Mexicano y para noviembre de 1984 el negocio entero estaba en llamas. Se quemaron más de 10 mil toneladas de droga en los predios de El Búfalo, y se destruyó el costoso equipo de riego instalado en el rancho El Álamo.

Quintero estaba en su natal Badiraguato cuando se enteró de la pérdida. El primero que vino a su mente fue “Kiki”, “el compadre”. Mandó llamar a Juan Ramón Matta Ballesteros, un hondureño que servía como contacto en Colombia para el tráfico de cocaína.

“Caro Quintero le dijo que investigara por qué el Ejército sabía tanto de ese rancho y de todo el dinero que se movía”, relata Jordan.

Y luego la confirmación: es él, es un espía de la DEA. Caro Quintero pidió que fuera secuestrado, torturado y asesinado. Y así fue. Alrededor de las tres de la tarde del 7 de febrero de 1985 una camioneta bloqueó el paso a Camarena y a Zavala, que caminaban frente al Consulado de su país en Guadalajara. Les dijeron que el Comandante los quería ver. “Kiki se imaginó que algún comandante de la DFS, con quienes se veía seguido para acordar movimientos. Pero era el Comandante Quintero”, explica Phil Jordan. El 5 de marzo del mismo año fueron encontrados los cuerpos de Camarena y Zavala en un pequeño pueblo con el nombre de La Angostura, en Michoacán.

Dicen que Caro Quintero no quería matarlo. Que sólo quería darle “una calentadita” para que dijera a quién había entregado información y qué tipo de información. Pero a su gente se le pasó la mano. Dicen que cuando se enteró, Quintero comenzó a lagrimear. Sabía que era el fin de aquel título que le había costado, el de “narco de narcos”. Huyó a Costa Rica. Según documentos de la época, partió del Aeropuerto Internacional de Guadalajara el 17 de marzo de 1985, 40 días después de la muerte de Camarena. Para la tarde del 4 de abril, las manos de Caro Quintero ya estaban atadas y salía en avión de regreso a México donde recibiría 40 años de prisión.

Sin embargo Caro Quintero fue un hombre bendecido por las leyes mexicanas: a Quintero le tocaban 199 años de prisión, pero la legislación mexicana de 1985 impedía sanciones mayores a 40 años. Se buscó inútilmente su extradición por que la Suprema Corte de Justicia Mexicana sólo avalaba entregas temporales. Con 10 años de condena por delante, Quintero recibió su última bendición la madrugada del pasado viernes nuevo de agosto: debido a que fue juzgado bajo el fuero federal, y su víctima no tenía calidad diplomática o consular, finalmente quedó libre.

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CRÓNICA

El tesoro del capo de Badiraguato


En noviembre de 1984 unos 700 miembros del Ejército Mexicano llegaron a Búfalo. Rodearon la plaza y más tarde aterrizaron helicópteros en el campo.

Minutos antes, Don Beto, junto a otros habitantes de Búfalo habían visto cientos de “jovencitos y jovencitas” corriendo desde las montañas. “Pasaban por aquí todos perdidos, se escondían en las zanjas o tras los arbustos”, relata Don Beto, quien además, días después, ofreció agua a un grupo de mujeres que llevaban varios días escondiéndose sin saber a dónde ir. “Andaban todos perdidos, pobrecitos, es que ninguno era de aquí”, dice el anciano.

Caro Quintero decidió no invitar a la gente de Búfalo a trabajar en su rancho. A todos los siete mil empleados los trajo de su pueblo natal, Badiraguato y de Mazatlán, Sinaloa. Probablemente lo hizo así para que en el pueblo cercano a sus tierras no se corriera el rumor, o para darles trabajo a sus paisanos.

Los había traído con engaños. Les prometió un pago que sonaba en miles de pesos, les dijo que sólo sería una temporada y regresarían a sus casas. Pero el sofisticado sistema de riego del rancho El Álamo lograba el milagro de producir mariguana todo el año. Incluso durante esos inviernos que llegan a reventar las tuberías de agua. Finalmente se les pagaba poco menos de 500 pesos, cuando recibían algo. Si a alguno se le ocurría salir del rancho, había órdenes de matarlo, ¿Quién se iba a enterar de un par de cuerpos en un terreno tan amplio? Pero luego del decomiso del rancho, miles de ellos viajaron a Parral, Chihuahua para tomar un autobús que los llevara a Sinaloa, a casa. Javier, un chofer de autobuses desde hace más de 30 años y quien ahora conduce la ruta de Ciudad Juárez-Chihuahua, cuenta: “En el camión iban todos contentos porque se regresaban a sus tierras, ya eran libres”.

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