México
Estrictamente personal
El día que pegó la influenza
La influenza del virus A H1N1 no fue una mentira, ni propaganda gubernamental distractora, como los acusaron en México. Tampoco fue un invento del imperialismo, ni la profecía de los milenaristas. Fue la realidad de una nueva cepa que alertó al mundo, que rápidamente tomó medidas sanitarias, decretó alertas limitadas y que contuvo el pánico que se desató en México, siguió los protocolos que los mexicanos se brincaron, y actuó con la consistencia de la cual los funcionarios en este país adolecieron. El secretario Córdova declaró recientemente que gracias a lo que se hizo se salvó un millón de vidas. ¿Le tenemos que dar las gracias por evitar que la catástrofe sanitaria en México hubiera llegado a los niveles de la pandemia por la “Influenza Asiática” en 1957-58, o la “Influenza de Hong Kong” en 1968-69? Su declaración fue tan retórica como cuestionable. No hay información sólida que apoye ese escenario, cuando sí hay elementos objetivos para comparar y sostener el argumento de la histeria mexicana.
El anuncio de la epidemia se hizo cuando llevaba una semana la crisis sanitaria en el Distrito Federal, aunque bien escondida por el responsable de Salud capitalino. La señal de alerta se disparó en un hospital de la capital federal, cuando los médicos vieron neumonías atípicas de un creciente número de pacientes que estaban ingresando. Cuando uno de ellos murió, los médicos y las enfermeras se colocaron cubre bocas, pero se les ordenó que se los quitaran para evitar pánico. A nivel federal, varios responsables de Salud reportaron el mismo fenómeno al Gobierno central, pero no les hicieron caso.
Cuando el 23 de abril comenzó oficialmente la crisis sanitaria en México se inició la debacle, en buena parte por el manejo de cifras, que elevó la sicosis. La primera fue el 24 de abril: 943 casos “sospechosos” y 20 muertos; el 25 eran mil 324 casos y 81 muertos. Para el 26 ya eran mil 614 casos y 103 muertos. Las cifras galopaban hacia el desastre, pues comenzaban a aparecer casos en todo el país.
El Gobierno federal no había reparado aún que “sospechosos” no era igual que “confirmados”. Para cuando finalmente se ordenó el regreso a la normalidad, el 11 de mayo, la cifra de casos confirmados era de 766 con un total de 26 fallecimientos. En términos de muertos por cada millón de habitantes, México terminó en el lugar 33, debajo de Estados Unidos, Canadá y ocho naciones de América Latina y el Caribe.
El carrusel de las cifras había sido de epopeya. Consultores externos que habían trabajado con gobiernos anteriores hicieron notar ese zigzagueo como algo pernicioso, y mostraron la forma como en el Centro para el Control de Enfermedades de Estados Unidos, en Atlanta, lo estaba haciendo (en ese país, que tuvo 353 casos y 20 muertos), el control fue selectivo y quirúrgico, no masivo).
El entonces secretario de Hacienda, que asistía a la reunión de primavera del Banco Mundial y el FMI en Washington, solicitó una reunión con sus expertos, que el banco convocó de urgencia de todo el mundo. Le dijeron que había que dar certidumbre a la población (como identificar un solo hospital para el tratamiento del virus a fin de transmitir el mensaje de que sólo ahí existían riesgos, evitando la contaminación de alerta en el resto de las instituciones), pero tampoco fue escuchado al regresar a México. La danza de cifras sólo había incrementado la incredulidad en lo que hacía el Gobierno y pérdida en el consenso de sus acciones, por lo que el Presidente Felipe Calderón le quitó a la Secretaría de Salud el acopio y procesamiento de los datos, y se lo encargó a un funcionario muy cercano a él, para que ordenara las cifras.
El 28 de abril, el Gobierno del Distrito Federal ordenó el cierre de 35 mil restaurantes, que en siete días, según datos de las organizaciones patronales, produjo la caída de 60% de ventas y pérdidas diarias por mil 238 millones de pesos. Los capitalinos que no podían ir a comer en la capital federal, se fueron a consumir a los suburbios, que al no suspender actividades comerciales se beneficiaron de una medida no coordinada. En el Distrito Federal, paradójicamente, nunca se suspendió el sistema de transporte colectivo —para no causar pánico, dijeron funcionarios—, que es de las primeras medidas que se toman en casos de epidemias por la facilidad del contagio.
El Presidente Calderón se empezó a colocar un cubre bocas en cada evento en público al que asistía, y ordenó al resto de los funcionarios que siguieran su ejemplo. Las autoridades salieron a las calles a regalar millones de ellos, y las fotografías de un país paralizado por un virus maldito, por cómo lo presentaban los mexicanos, corrieron por el mundo. El turismo se cayó con miles de cancelaciones.
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