México

Estrictamente personal

La guerra perdida

Felipe Calderón perdió la guerra contra el narcotráfico desde antes incluso que soñara embarcarse en una cruzada sin punto de retorno ni destino. Regiones enteras del país llevan hasta tres décadas bajo el control de los cárteles. Funcionarios locales, policías y soldados cobran en sus nóminas desde hace más de una generación. Desde antes que Calderón decidiera incluso lanzarse por la Presidencia, el narcotráfico había penetrado la sociedad como la humedad, remplazando a las autoridades locales en varias partes del país, como las benefactoras sociales. Cuando Calderón arrancó su Gobierno, lo convencieron de que combatirlos era su fin y razón de ser. Le mostraron la puerta de entrada, pero nunca le enseñaron la salida. Ciudad Juárez, hoy su pesadilla, es el mejor ejemplo de su improvisación.

A Ciudad Juárez llegó después de hacer una declaración fallida tras la ejecución de jóvenes en una fiesta sabatina. Dijo que todos los ejecutados eran pandilleros, y tuvo que tragarse sus palabras. Calderón fue a ofrecer disculpas y a prometer que restauraría la seguridad. A una declaración frívola, se le sumó una ignorante. En Juárez hay cinco mil pandillas con una membresía de alrededor de 60 mil integrantes. Es un fenómeno directamente —aunque no únicamente— asociado a la falta de preparatorias, dicen los expertos, con lo cual se crea un embudo para cientos de egresados de la secundaria que no encuentran espacio para continuar estudiando. Su paso es la calle, y la calle lleva a las pandillas, y las pandillas a los cárteles de la droga.

Hace mucho tiempo se cancelaron las oportunidades de decenas de jóvenes, que fueron cambiando sus valores. En Ciudad Juárez, donde el voluntarismo presidencial cruza el lindero de la ingenuidad, el fenómeno tocó la puerta en 1996, cuando un joven entró en una casa y asesinó a sangre fría a la pareja que la habitaba. Caminaba sin prisa hacia la calle, cuando personal de servicio entró, y también los mató en el acto. Ese joven no tenía ningún agravio contra nadie en la casa, ni había entrado a robar. Al salir se sentó frente a la puerta a esperar a la Policía. Lo único que exigía era que no lo pusieran en las celdas ordinarias, sino que lo llevaran al pabellón de alta seguridad, donde estaban los narcotraficantes.

Su caso provocó un estudio prolongado. La investigación descubrió que ese joven había matado a sangre fría a los habitantes de esa casa y solicitado estar con los narcotraficantes, como una carta de presentación y de ofrecimiento de sus servicios, al conocerlos en el pabellón de máxima seguridad. Encabezaba una pandilla en Ciudad Juárez, y presumía que si había demostrado no tener escrúpulo alguno en la ejecución de esas personas, su pandilla podía hacer todo tipo de trabajo que les encargaran. Aquél incidente probó a las autoridades que ya se estaba gestando un subgrupo en la sociedad mexicana que no compartía los mismos valores que el resto de los mexicanos.

El trastocar de esos valores se encuentra en los cimientos de la delincuencia organizada, en su expresión más salvaje y su crueldad más primitiva, que son lo que representan los sicarios. Matan por dinero sin reparos. Noventa mil pesos costó el asesinato del coordinador de Seguridad Regional de la Policía Federal, Édgar Millán, en 2008. Cinco mil pesos cuesta conseguir un gatillero en Tepito, en el Distrito Federal, para cometer un asesinato. Todo el tiempo desafían los sicarios.  

Ahí está el incidente de este fin de semana en Juárez, donde presuntos pandilleros al servicio del cártel de Juárez persiguieron a dos vehículos donde viajaban personas vinculados al consulado de Estados Unidos, y los ejecutaron en la calle, a plena luz del día. Ciudad Juárez era donde el Presidente Calderón había prometido que haría el proyecto piloto de recuperación de una comunidad y de la restauración de la seguridad pública, y desplazó repetidamente a su gabinete a esa población para demostrar la voluntad política de su Gobierno en llevar a cabo lo prometido.  

Pero el Presidente no termina de entender en su Gobierno que el fondo del problema no se resuelve con la fuerza, ni en el corto plazo. La declaración que hizo sobre la matanza de 16 personas en Juárez durante una fiesta, fue errónea por la generalización, pero había un sustento en el fondo. No todos aquellos jóvenes eran pandilleros, pero dos de ellos, victimados, sí lo eran. Por ellos, que habían participado en la ejecución de cuatro miembros de una pandilla enemiga en noviembre pasado, iban sus adversarios. Sabían quiénes eran y no había necesidad de que les mostraran sus tatuajes. Sus propias novias, por dinero, los habían puesto a sus enemigos.

Los valores están revueltos. Sacar una pistola y disparar empieza a ser muy fácil. En este contexto es altamente significativo el incidente de hace unos días en un bar de la Ciudad de México, donde el hijo de Alejandro Burillo, un exitoso empresario, tuvo un altercado y le pidió a su escolta que disparara contra quienes peleaba. Un ciudadano murió por ello, y aunque no está vinculado este caso con la delincuencia organizada, sí refleja el deterioro de una sociedad que parece haber perdido el rumbo. La convivencia en las relaciones interpersonales está basándose hoy en día en la violencia.

Hay en todo este fenómeno, vacíos institucionales. Si las comunidades se sienten protegidas y beneficiadas por los narcotraficantes, es porque las instituciones no han podido ocupar ese espacio. Si funcionarios locales, policías y militares están en sus nóminas, es porque los incentivos para hacerlo son muy altos frente a los castigos. Ciudad Juárez se le presenta al Gobierno federal como una oportunidad para ir reconstruyendo un tejido con más de una década de deterioro. Pero el Presidente Calderón no puede seguir improvisando de acuerdo con la coyuntura o administrando el conflicto, a menos que haya asumido que ésta es una guerra perdida.
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