México

Estrictamente personal

Haití, el (otro) horror

Hace un cuarto de siglo, la selección mexicana participó en un hexagonal en Haití para clasificarse a la Copa del Mundo de Alemania en 1974. Los juegos se llevaron a cabo en el Estadio Nacional de Puerto Príncipe, donde arrancó México arrollando 8-0 a Curazao y, sin explicación alguna, se desplomó. Perdió 1-4 ante Trinidad y Tobago, y apenas superó 1-0 al país anfitrión. Los cronistas de la época narraban cómo se habían paralizado los jugadores, como si estuvieran muertos de miedo. Fue una noche para no olvidarse que muchos no comprendieron. El terror sí fue inyectado en la escuadra nacional, pero no por enfrentar a sus rivales, sino —recordaron algunos años después—, porque parecía como si fuerzas extrañas que nunca antes habían sentido, intangibles e invisibles, los habían sometido. Lo que los apabulló fue una cultura para la cual no estaban preparados.

Para empezar a comprender lo que pudo haber sucedido a los seleccionados aquellas noches de Puerto Príncipe de 1973, un visitante tuvo que pasar la experiencia de estar en Haití y entrar en un choque sicológico con una realidad prácticamente desde que aterrizó en el aeropuerto. No era la pobreza y sus legiones de miserables, ni la sanguinaria policía política de los Tonton Macoutes, sino la propia gente que sin ser necesariamente agresiva inundaban el entorno con una violencia que volaba en el ambiente, con un acoso permanente de jóvenes que gritaban, manoteaban, mostraban sus gallos y hacían señales para que uno los siguiera. La persuasión para sumergirse en el mundo del vudú era hostil, acosadora y sobretodo intimidante.

Hoy, cuando en Haití hay una tragedia y el mundo se ha volcado para asistir en la emergencia, hay códigos que se manejan por fuera de las estructuras convencionales que están buscando explicar lo que sucedió en aquella parte de la Isla de La Española. Las explicaciones no son lógicas. Sí hubo un terremoto, fuerte y devastador. Pero hay algo más. Es el conjunto de creencias que rigen la vida en Haití, construido a partir del sincretismo de la religión que llevaron a esa isla los esclavos que los franceses llevaron de África Occidental ya mezclada con el catolicismo, y que se cruzó con las religiones nativas.

Habrá quien descalifique esta variable, pero es indispensable en medir el alcance para la reconstrucción y organización de lo que será el nuevo Haití. El vudú —que se exportó idéntico a Nueva Orléans y Miami, como santería a Cuba, República Dominicana y México, o como umbanda a Brasil—, ha sido el eje del control político y social en esa nación. No hubo líder alguno, dictador, autoritario o incipiente demócrata que no lo usara para gobernar. Para muchos ha pasado desapercibido, pero al abandonar sus propiedades los haitianos tras el terremoto, lo único que no dejaron atrás fueron sus gallos, el animal que es protagonista central en las ceremonias de vudú que tienen el sacrificio del animal como momento climático.

Para entender la lógica haitiana hay que deshacerse de todo referente. No hay forma de entender, con las categorías de análisis que tienen quienes no conozcan esa religión mágica que utiliza símbolos y santos cristianos, lo que está sucediendo hoy en día en las entrañas de esa nación. Para tratar de poner en su dimensión la magnitud de lo que se avecina en la reconstrucción de Haití, simplemente hay que asumir que no se va a comprender nada y que no se va a creer en lo que se ve, pero que definitivamente hay algo más allá de lo que la preparación, educación y marcos de referencia nos puedan permitir a la mayoría que existe, sin explicación racional, médica o científica alguna, pero que sí está.

La vida haitiana está empapada por sus ritos salvajes paganos, con tamborazos frenéticos y danzas convulsivas donde se sacrifican gallos cuya sangre baña a todos y se invocan a los dioses. Había muchas misas vudú para turistas —que se conocen coloquialmente como magia blanca, que es cuando el destinatario de ella acepta que se la hagan— y misas de magia negra —donde el receptor no sabe que será su víctima—, donde el turista no llegaba tan fácilmente. Hay comunidades fuera de Puerto Príncipe con centros ceremoniales importantes, como Jacmel, a dos horas de la capital, donde se encuentran las más reputadas mambos —sacerdotisas—, o Hinche, a lo largo de la carretera que conecta a República Dominicana con la devastada ciudad. En la primera se practican los ritos para embrujar; en la segunda abundan los zombies.

Nadie puede reírse. Se puede no creer, pero no burlarse. Quien ha visitado el Museo de la Santería en La Habana, no puede sino sentir un hilo helado que le recorre el cuerpo cuando observa el cuerpo de una persona que fue víctima del vudú reducido a un tamaño de escasos 10 centímetros. No es un proceso taxidérmico y químico como lo es la reducción de cabezas que hacen los jíbaros en el Amazonas, sino resultado de una pócima donde se mezclan polvos, con cabello con pedazos de hueso, que también es utilizado en el caso de los zombies, muertos vivientes que son uno de los grandes misterios científicos. Así como en instituciones tan reputadas como Harvard se han documentado casos de personas muertas que han aparecido vivas años después —sin tener explicación racional para ello—, hay quien, sin creer en esa magia, ha sido víctima de fenómenos en su cuerpo que lo llevan a la muerte hasta que lo enfrenta de la misma manera paranormal.

El vudú no es sólo la religión que cimenta y articular a la sociedad en Haití. Es el principal poder. Lo que se vive ahora en aquella nación no toca ese conjunto de valores y creencias. Están en el rescate, la emergencia sanitaria y humana, y en establecer el orden. Luego vendrá la reconstrucción. En algunas capitales se está hablando de encontrar la oportunidad a esta crisis e inventar una nación modelo. La viabilidad no va a depender del tipo de diseño y recursos que se necesitarán, sino de cómo hacer viable un futuro diferente en una sociedad tan mágica. Las metrópolis siempre han incurrido en el error de no voltear a ver el factor cultural, y los resultados han sido más devastadores que un terremoto. Si el futuro de Haití va a transitar por el mismo camino, incorporar esa variable deberá ser indispensable.

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