México

Entre morir o matar

En Tamaulipas, en Guerrero, la gente no sólo resiste y sobrevive, sino resignifica sus vivencias para cuidar a las y los otros

Sentada en el patio con dos pequeñas de siete y cuatro años, refugiadas por violencia extrema, las escucho con atención. Sus gestos, la manera en que gesticulan al hablar y cómo la más pequeña toca mi mano cariñosamente mientras escribo lo que cuentan, me hace sentir el privilegio de su confianza. Interrumpo de vez en vez para mirarlas y preguntar. Me percato del poder impresionante que tienen las niñas y los niños para resignificar el sufrimiento, el miedo y el dolor.

En su recuento de una realidad abrumadora, ellas van entremezclando imágenes de fantasía. Así, cuando el padre las atacaba, la menor explica con un tono de cuentista experta cómo “papá se ponía la máscara de Chukie”. Hago preguntas hasta que entiendo que sí son capaces de distinguir que su padre no es un monstruo, sino un hombre que a veces les daba dulces y reía con ellas en el parque, pero cuando las atacaba, en su imaginación él se transforma. Cuando los padres se peleaban, a veces ellas veían en la madre esa misma máscara.

La más grande expresa que su madre, herida en el piso, le pedía que llamara a la Policía, pero quedó paralizada. Y la pequeñita con su carita redonda y una voz dulce que quiebra a cualquiera, dice que ella sí marcó a la Policía y cuando llegaron los agentes (un milagro) “ellos pensaban que mami estaba muerta, pero no estaba”. Narra los hechos con la naturalidad con la que sólo pueden expresarse quienes conviven con la violencia como un hecho natural de sus vidas. Miro a la mayor, le pregunto si su hermana llamó a la Policía y ésta me asegura que así fue. Por eso fueron rescatadas.

Las pequeñas se abrazan, les pregunto cómo se quieren y sonríen: “Muchísimo, de aquí hasta el Sol, y nos cuidamos solitas”. La psicología tiene muchas explicaciones para la conducta de estas pequeñas, una es la resiliencia, que tiene dos componentes: la resistencia frente a la destrucción, es decir, la capacidad de proteger la propia integridad bajo presión, y la capacidad de forjar un comportamiento vital positivo pese a las circunstancias difíciles.

Entre los 10 mil niños y niñas huérfanos por violencia de Ciudad Juárez, entre las y los 60 mil desplazados de Chihuahua, he encontrado miradas y voces similares a las de estas pequeñas. En Tamaulipas, en Guerrero, la gente no sólo resiste y sobrevive, sino resignifica sus vivencias para cuidar a las y los otros. Está claro que nadie debería vivir estas violencias, pero no cabe duda de que a México lo salvan esas niñas, niños y personas de todas las edades que se niegan a someterse al cinismo de quienes ven todo en blanco y negro. Los ejemplos del poder transformador de los pequeños esfuerzos individuales no compiten con el “rating” del espectáculo de la violencia, pero son ellos los que sacarán a este país de la intimidación y del terror al cual los poderes y la cultura de la violencia y la ambición le han sometido. Dice una canción de Joaquín Sabina: “Entre morir o matar, prefiero amar”. Yo, como las pequeñas, también lo prefiero.
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