México

El otro Diego

Decía que no era un hombre, sino un bulto al que tenían que mover durante su lenta recuperación

Era como la mayoría de los hombres en esa edad: tenía su familia, una casa y trabajo. Cinco décadas y media encima, incrédulo por dejar atrás su juventud, temeroso por esperar lo que estaba por venir. Algunas enfermedades quizás, debilitamiento en su fuerza física, pero nada que nadie haya pasado.

Diego sería un abuelo sin tener aún un nieto para confirmarlo. Planeaba su retiro y tener su negocio propio, una papelería que abasteciera de estos artículos a la gente del fraccionamiento en donde vivía, allá por el rumbo de San Agustín.  Sin embargo, ese anhelado retiro, la vida se lo dio antes. Todo empezó con una herida en medio de dos de los dedos de sus pies. Nunca dijo nada, hasta pensó que se trataba de un “pie de atleta”. Su esposa y sus dos hijas adolescentes, acostumbradas a verlo como un roble, jamás se imaginaron el cambio que tendría la vida tan hecha que llevaban. Un día, sin avisarle a nadie, fue con el médico familiar. Entonces, todo lo que construyó algún día, dejó de existir. Luego de los exámenes que le practicaron se dio cuenta que tenía diabetes desde quién sabe cuánto tiempo y  su herida en el pie era gangrena. La miel que secretamente se ponía, porque alguien se la recomendó, de poco sirvió. Había que cortar el dedo y lo que fuera necesario para detectar hasta donde fluía el riego sanguíneo.

Y así, en menos de un mes se convirtió en el otro Diego, el discapacitado e impedido, el que quizás se hubiera encontrando en la peor de sus pesadillas, pero no en medio de hombres con batas blancas decidiendo como medidas de tela, hasta dónde cortar. Los doctores sugirieron que la mejor forma de detener el mal era quitarle la extremidad hasta debajo de la rodilla, porque incluso facilitaría la adaptación a una prótesis. La realidad, con la que regresó a su casa después de dos cirugías y cuatro meses de espera, fue en una sola pierna, no pudieron salvarle nada de la otra.

Lloraba como un niño, no podía dormir, no comía y no aceptaba su nueva condición. Decía que no era un hombre, sino un bulto al que tenían que mover durante su lenta recuperación. Odiaba la silla tejida de plástico que le compraron especialmente para bañarse. Y ahora sin querer, volteó a ver los otros que como él, están ahí. Habitando un mundo que no los adapta a sus necesidades, un gobierno que a veces intenta incluirlos, y una sociedad que no define su apoyo.

El pasado viernes 3 de diciembre se conmemoró el día internacional de las personas con discapacidad. Diego, en su discreta amargura, nada más sonríe y mueve la cabeza al ver “todo” lo que se hizo por salir del paso con la fecha. Toma un periódico, voltea con su mujer y lee en voz alta las declaraciones de la presidenta del DIF nacional, Margarita Zavala, “no hay avances en materia de inclusión de personas con discapacidad en México”, toma la andadera que utiliza para caminar en casa y con su paso lento al irse, termina, “se acaban de dar cuenta”.
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