México

De lecturas varias

Las viñetas de la primera parte sobre los últimos años de la reina Victoria son una maravilla de estilo y observación

Antes de que proliferaran en los últimos treinta o cuarenta años los llamados “académicos”, leer libros históricos era mucho más divertido y se aprendía más de ellos, aunque habrá excepciones.

Los autores solían tener una cultura general de que carece hoy la mayoría de los historiadores profesionales y cuidaban el estilo; además eran libres del corsé del “aparato académico”, requerimiento profesional llevado a extremos francamente absurdos y que no impide que se perpetren muchísimas barbaridades.

En el siglo XX el género biográfico tuvo gran difusión y espléndidos autores. En el arco que iría de, por ejemplo, Stefan Zweig (1881-1942) a Victoria Glendinning (nacida en 1937, aún activa) caben muchos escritores de distintos países que no necesariamente se dedicaron sólo a la biografía (o incluso lo hicieron en forma tan ocasional cuanto magistral como Julio Caro Baroja o José Luis Martínez).

Entre los cerca de ochenta libros de André Maurois (seudónimo de Émile Herzog 1885-1967) hay más de una docena de biografías (Disraeli, Victor Hugo, Byron, Turgueniev, Lyautey, Shelley, Proust, Balzac...) De 1937 data la de Eduardo VII de Inglaterra (Eduardo VII y su época, publicado en Buenos Aires y Barcelona por Juventud en 1937 en una correcta versión de Jorge Arnal, traductor prolífico).

Se lee con facilidad y gusto: a  redescubrir por quien se haya visto obligado a lidiar con biografías académicas al uso. Quizá las fuentes (impecablemente referidas en una sección final, pero sin la monserga de las notas a cada paso) no sean todas las que ahora estén disponibles; sin duda los historiadores actuales disputarían datos o interpretaciones. Pero una historia bien contada tiene entre otras ventajas quedarse en el recuerdo, configurar personajes y ambientes memorables, dar un panorama bien construido y coherente y no incurrir en mojigaterías ideológicas ni anacronismos absurdos.

Las viñetas de la primera parte sobre los últimos años de la reina Victoria son una maravilla de estilo y observación. También es notable el contrapunto entre el talante de la vieja reina trabajadora y responsable, aunque excéntrica y limitada, y el eterno Príncipe de Gales que tuvo que cumplir los 60 años para llegar al trono. Hay momentos casi literalmente proustianos:

“A veces (Eduardo) resolvía problemas de conducta mediante detalles de indumentaria. Un día, en París, disponíase a ir al teatro con unos amigos cuando fueron a anunciarle la muerte de un príncipe con el cual tenía un parentesco lejano. Sus compañeros se miraron contrariados creyendo que les había estropeado la noche: ‘¿Qué vamos a hacer?’, le preguntó uno de ellos. El Príncipe reflexionó un momento, luego encontró la solución correcta: ‘Me pondré unos botones negros y nos iremos al teatro’”.

No estaría de más que los profesores de historia hicieran a sus alumnos leerse unas cuantas biografías de ésas: con suerte se divertirían y hasta podrían aprender a escribir.
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