México

De lecturas varias

Entre los grandes boquetes de la historiografía en México hay uno, tan grande como la barranca de Oblatos

Entre los grandes boquetes de la historiografía en México hay uno, tan grande como la barranca de Oblatos, que concierne el siglo largo que corre entre 1650 y 1750, más o menos. Es algo muy raro, porque a fin de cuentas es la época en que vivió Sor Juana, que definitivamente es la figura de presumir no sólo de entonces, sino de toda la historia de este país (por más que al haberse puesto de moda se escriban tantísimas tonterías sobre ella que luego Antonio Alatorre y pocos más tienen que andar desmintiendo). También fue cuando vivió don Carlos de Sigüenza, otro figurón al que no se le da la importancia que tiene: si fuéramos un país serio, la preciosa goleta de la Armada de México no se llamaría Cuauhtémoc —un señor que jamás vio más que chalupas—, sino Carlos de Sigüenza, que fue cosmógrafo real y participó en la expedición que navegó a la Florida y la desembocadura del Misisipi, cuyos mapas trazó.

Más rara resulta tamaña lagunota si se toma en cuenta que hay muchísimos documentos sobre la época, y bastantes de ellos fácilmente accesibles. Entre éstos están las crónicas de Gregorio Martín de Guijo (Diario, que va de 1648 a 1664) y Antonio de Robles (Diario de sucesos notables, 1665-1703).

Ambos fueron clérigos del Oratorio de San Felipe Neri y se ocuparon del registro minucioso de la vida cotidiana en la capital de la Nueva España. Sus libros dan la impresión de ser una historia “en tiempo real”, como diríamos ahora: están hechos de notas escritas con rapidez (por lo general cada día ocupa sólo unos cuantos renglones), sin demasiada preocupación por la forma. Sólo de vez en cuando se toman el tiempo de describir con todo detalle alguna ceremonia importante, como la entrada de un virrey o la inauguración de alguna iglesia. Pero en todo caso son una auténtica mina de información acerca de toda clase de eventos y acontecimientos, empezando por los meteorológicos: las tormentas, los vendavales, las sequías, y muy particularmente los temblores (cuya duración suelen medir en credos), las plagas y pestes que azotaban con frecuencia la comarca, la llegada y partida de la flota rumbo a España o las Filipinas, los pleitos entre los virreyes y los oidores, los clérigos y los frailes y monjas (o todos a la vez), el precio del pan o el chocolate, los horarios de las comidas, las noticias que llegaban de lejanas tierras, el número de azotes que recibían los reos por distintos delitos y las ejecuciones de los criminales, la edificación de iglesias, palacios, conventos, acueductos y el inacabable desagüe de México...

Estos diarios fueron impresos por primera vez en 1853, en la colección de Documentos para la historia de Méjico de Manuel Orozco y Berra. Él transcribió los manuscritos que venían de la biblioteca de la Profesa y que luego pasaron a la Universidad de México, de cuya Biblioteca Nacional desaparecieron no se sabe cuándo (no sería raro que estuvieran en alguna colección privada). Afortunadamente se sigue reimprimiendo la edición de Porrúa de 1953 (Colección de Escritores Mexicanos), útil aunque defectuosa y con las portadas más incongruentes que imaginarse puede: la del tomo III de Robles es digna de Sissi emperatriz.

Qué extraño que con los miles de estudiantes de posgrados en historia que hay en este país a ningún profesor se le haya todavía ocurrido sugerir a alguno de sus alumnos trabajar en la preparación de una edición enmendada y anotada de estos documentos tan importantes y divertidos.
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