México
Cuando las ideas pesan más que las plumas
El fanatismo de todos los tiempos parece que lleva a un callejón sin salida en donde se reprime a como dé lugar, tal como somos testigos en nuestros días
Años antes, en 1583, Bruno se había refugiado en Inglaterra para discutir sus ideas primero en Oxford y luego con sus amigos Philip Sidney (poeta), John Florio (traductor) y Fulke Graville (biógrafo de Sidney) quien le ofreció una cena el 14 de febrero de 1584, un Miércoles de Ceniza, donde pudo ventilar las ideas de Copérnico. Luego publicó esos diálogos como La cena de las cenizas, como lo menciona George Steiner en su ensayo Dos cenas (Vuelta, diciembre, 1996), dos cenas cuyos protagonistas fueron condenados a muerte por haber difundido sus ideas con sus discípulos: Sócrates, tal como lo refiere Platón en esa cena Banquete o Simposio antes de ser condenado con cicuta. La otra cena que asocia Steiner con la anterior, fue la última de Jesús con sus discípulos en el huerto de los Olivos, antes de ser crucificado, tal como lo cuenta Juan, uno de sus apóstoles y tal vez el discípulo predilecto.
Tanto Sócrates como Jesús y Giordano Bruno fueron condenados a muerte por haber expresado sus ideas. Otro caso fue Galileo Galilei que se llevó el susto de su vida cuando fue juzgado por la Inquisición en 1615, y todo por demostrar que la Tierra giraba y se movía —eppur si muove—, basado en la teoría de Copérnico y la revolución de las estrellas celestes.
Trescientos setenta y seis años después, en 1992, el Papa Juan Pablo II reconoció el error que la Iglesia había cometido y pidió perdón por haberlo acusado en 1615, argumentando que “la doctrina de que la Tierra no es el centro del universo, ni es inamovible, sino que se mueve con una rotación diaria, es absurda, tanto filosófica como teológicamente falsa y, como mínimo, es un error de fe... y eso de afirmar que la Tierra gira alrededor del Sol es tan erróneo, como proclamar que Jesús no nació de una virgen”.
Acomodando estas piezas, las tres cenas donde difundieron sus ideas y el juicio de Galileo donde las defendió, nos damos cuenta que éstas pesan más que las plumas de un cisne.
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