México
— ¡Ya somos ricos...!
Tener televisor en casa, pues, da a sus felices propietarios un rango social —superior, supuestamente— del que carecen los escasísimos hogares
Contra lo que pudiera pensarse, la aseveración de que ya somos ricos, coreada estentóreamente —se supone— por la inmensa mayoría de los mexicanos, no se debe a que el secretario de Hacienda, Ernesto Cordero, haya empezado a distribuir para su venta a precios populares en todos los tianguis del país y su fácil acceso a todos los compatriotas, el “best-seller” de moda, debido a su autoría: “Cómo vivir como magnate con seis mil pesos al mes”...
Cordero, por cierto, ha sido crucificado injustamente por los especialistas en proferir invectivas y cuchufletas: cualquiera capta que donde dijo “mensuales” (minúsculo e involuntario dislate) quiso decir “diarios”: de ese calibre —ya descontados los impuestos— es la mesada que la patria ordenada y generosa (esto último, sobre todo) le otorga como modesta retribución por sus afanes y desvelos.
(Moraleja: el perfecto, el que jamás haya incurrido en una errata, que arroje la primera piedra).
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Según las doctas interpretaciones del presidente del Instituto Nacional de Estadística y Geografía (Inegi), Eduardo Sojo, “se infiere”, a partir de “algunas variables”, una “baja significativa” en la pobreza extrema.
Una de las variables en cuestión se refiere a los hogares mexicanos que podrán carecer de piso o de sanitarios propiamente dichos... pero cuentan, eso sí, con un televisor: 92.6%, según los datos del Censo de Población y Vivienda realizado el año pasado.
Tener televisor en casa, pues, da a sus felices propietarios un rango social —superior, supuestamente— del que carecen los escasísimos hogares (7.4%, si Pitágoras no miente, de los 35 millones y medio de viviendas que hay en México) que aún no tienen en un lugar de honor ese aparato que es, por sí mismo, según se desprende de ese diagnóstico, un símbolo de estatus.
Lo de menos es que la población que ya trascendió, estadísticamente al menos, los niveles de la pobreza extrema, esté integrada en gran medida por analfabetas... o —lo que quizá sea peor— por analfabetas funcionales, mantenidos en esa calidad porque han sido “educados” sistemáticamente por la susodicha televisión.
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La paradoja es grosera: así como la familiaridad de las generaciones actuales con los modernos sistemas de comunicación no los hace mejores, menos cavernícolas en el uso del lenguaje, el acceso a la televisión no necesariamente se traduce en una mayor cultura o en una mejoría significativa en su nivel de vida.
(De hecho, cualquiera diría que sucede exactamente lo contrario...).
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