México

— Trance

El caso, señor, es que Guadalajara, esta vez —como antaño, como en los años de Chivas (que no vacas) Gordas— sí tiene de qué presumir...

Para todo hay tiempos: para lanzar cohetes y para recoger varas. Quizá éstos duren más que aquellos: por eso casi nunca hay suficientes varas para todos los que salen a recogerlas.

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El caso, señor, es que Guadalajara, esta vez —como antaño, como en los años de Chivas (que no vacas) Gordas— sí tiene de qué presumir...

El motivo: la presentación, a cuenta del Festival Internacional de Mayo, en su décima tercera edición, de Federico Chopin y Gergely Boganyi. O Boganyi y Chopin, como se prefiera. De Chopin, porque en el segundo centenario de su natalicio, el mundo de la cultura aprovecha la efeméride para ratificarle, con devoción, su reconocimiento como una de las cimas de la música; es decir, de la cultura; es decir, de la inteligencia. (Heine, su contemporáneo, dijo de él: “Chopin es un gran poeta de la música: un artista tan grande que sólo puede compararse con Mozart, Beethoven, Rossini o Berlioz”... De Boganyi, porque el joven pianista (nació en 1974 en Vác, Hungría) de quien puede decirse que es, ya, uno de los mejores del mundo, decidió acometer la proeza de interpretar --magistralmente, hay que decirlo--, en diez recitales (a razón de dos por semana), casi todos en el Teatro Degollado, la obra integral de Chopin.

Se han cumplido, hasta ahora, más que satisfactoriamente, cuatro de los diez conciertos, con una extraordinaria respuesta del público. En el aspecto cuantitativo, porque en todos ha habido sala casi llena. En el cualitativo, porque Boganyi —como aconsejaba Casals, como decía Rubinstein, como enfatizaba Celibidache a sus músicos— ha dejado constancia plena de ser, en toda la extensión de la palabra, un artista...

Boganyi no toca las notas. Boganyi toca la música. Boganyi, en cada uno de estos recitales, entra en trance. Son Chopin, el piano, y él. Solos... El público lo ha entendido. Así, lejos de los arrebatos en que corren parejos el entusiasmo y la ignorancia, la audiencia ha sido respetuosa: ha adquirido conciencia de que está frente a un misterio: frente a algo desusado; ha aprendido a reservar los aplausos para el momento en que el artista recuerda que no sólo es alma, y decide regresar al suelo por unos segundos.

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La otra noche, a la salida de la sala, luego de participar en ese sacramento (en su acepción de cosa arcana), un organillo, frente al pórtico del teatro, soltaba al viento —menos sofocante, por cierto, que el de las casi insoportablemente calcinantes noches precedentes—, las notas de “Caminos de Guanajuato”: una manera amable, nostálgica, poética, de caer en cuenta de que aún seguimos cascareando en este Valle de Lágrimas.
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