México
— Saber decir ‘‘No’’
Mucho antes de los penosos, difíciles últimos años de su paso por el mundo, el escritor portugués había ganado plaza entre los inmortales
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Murió José Saramago. Por supuesto, es un decir... Mucho antes de los penosos, difíciles últimos años de su paso por el mundo, el escritor portugués había ganado plaza entre los inmortales. Lo había conseguido merced a la magia de las historias surgidas de su portentosa imaginación, seductoras por inverosímiles: la epidemia incontenible de ceguera blanca y las disertaciones sobre la miseria humana, en “Ensayo sobre la Ceguera”; el voto en blanco de toda la población y la crítica mordaz al espejismo de la democracia, en “Ensayo sobre la Lucidez”; la persecución obsesiva de un amor imposible y el genial desenlace anticlimático, en “Todos los Nombres”; la desmitificación de la historia sagrada por antonomasia de la cultura occidental, en “El Evangelio Según Jesucristo”; la huelga de brazos caídos de la muerte, en “Las Intermitencias de la Muerte”...
Lo había conseguido, para quienes veían en él más un oráculo que un escritor, con sus lúcidas disertaciones sobre cuantos asuntos interesan al hombre: “Ni las derrotas ni las victorias son definitivas; eso les da una esperanza a los derrotados; eso debería darles una lección de humildad a los vencedores”...; “Ni el arte ni la literatura tienen que darnos lecciones de moral; somos nosotros los que tenemos que salvarnos, y eso sólo es posible con una postura ciudadana ética”...; “Es ingenuo incluir a la literatura entre los agentes de transformación social; la Humanidad sería hoy exactamente lo que es, aunque Goethe no hubiera nacido”...
Lo había conseguido merced a su compromiso con el No, “porque —como escribió Fernando Gómez Aguilera, presidente de la Fundación César Manrique— la insumisión, en su voz, era el instrumento de la indignación necesaria para salir al paso del poder injusto y arbitrario que desordena los días y arrincona a tantos y tantos en las esquinas y los cercos de la exclusión; porque al poder hay que decirle que no para vigilarlo y limitar su tendencia a extralimitarse”.
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Hoy, de Saramago sólo quedan, físicamente, sus cenizas, repartidas entre su natal Azinhaga y la sombra de un olivo en el jardín de su casa de Lanzarote..., y, en lo espiritual, su obra imperecedera. Después de todo, un hombre es tan grande —o tan pequeño— como la memoria que deja de su vida.
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