México

— ¿Por quién votar?

Las paredes lucen, todavía, hasta cierto punto, limpias. El cholismo electoral aún no empieza a ensañarse inmisericorde e impunemente con ellas

Las paredes lucen, todavía, hasta cierto punto, limpias. El cholismo electoral aún no empieza a ensañarse inmisericorde e impunemente con ellas. Sin embargo, el aire ya está notoriamente contaminado: lo que los especímenes de la clase política que padecemos hacen (que es poco...) o dejan de hacer (que es mucho...), lo que dicen (que es malo...) o reviran (que es peor...), son claras señales de que las hojas de los calendarios electorales ya empezaron a caer.

Esto apesta, pues, ya, a campañas.

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Bien (es decir: mal): en esa tesitura, quizá vengan al caso las reflexiones que planteaba la semana pasada un lector de periódicos, acucioso a todas luces, en la sección de “Cartas al director” de uno de ellos.

Miguel Pujol Molina —el nombre del lector— plantea, ante la proximidad de las elecciones, el drama del ciudadano común “porque la clase política —dice— nos pone muy complicado votar en conciencia”. (No se vota por el mejor, subraya; se vota por el menos malo).
“Me pregunto —prosigue la misiva— qué les exigimos, qué preparación tienen. La mayoría no ha trabajado nunca en el sector privado; sus méritos se adquieren en las reuniones de partido; no conocen la realidad, ni parece que les interese”.

Se plantea en la epístola qué capacidad probada tienen, para lo que sea, los candidatos; si son  honestos, honrados —que no es lo mismo...—, sinceros, trabajadores. Se pregunta si conocen a los votantes; si saben de sus problemas; si aceptan críticas; si se comprometen verdaderamente a trabajar por el bien común. Repara en que “para trabajar en cualquier empresa, los requisitos son muy estrictos”, mientras que las exigencias previas para los profesionales de la política son nulas. “Es suficiente —afirma— con que su partido los señale con el dedo, y nosotros —no hay otra— los votemos, para que pasen a gestionar unos recursos gigantescos, sin más control que el que ellos mismos establecen”.

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Aunque el lector reside en Barcelona (la carta se publicó el jueves pasado en “El País”, de Madrid), la teoría de la democracia, allá, es la misma que aquí: elegir al más apto; al más honesto; al más preparado; al más eficaz. Al mejor, en suma... Y la práctica, lo mismo: los más cínicos, los más astutos, los más hipócritas, son, vía de regla, los que llegan a los cargos públicos. Y lo hacen —allá igual que aquí, por lo visto—, de la misma manera: no por su capacidad probada para el servicio público, sino por su sumisión a los intereses del grupo de vividores de la política al que pertenecen...
Arrastrándose, en una palabra.
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