México
— Pena capital
El debate sobre la pertinencia de la pena capital es tan antiguo como el derecho
"el asesino del niño" en referencia al sórdido asunto que fue la noticia de la semana anterior en nuestra “ciudad amable”—, en el caso de probarse plenamente tanto la culpabilidad como la imputabilidad del acusado, se sometiera a una especie de plebiscito y no, como dispone la ley, al criterio de los jueces, casi seguramente habría mayoría de votos a favor de la
pena de muerte... aun cuando ésta esté desterrada ya de la legislación mexicana.
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Hay delincuentes que llegan a ganarse la simpatía de la opinión pública. “Chucho el Roto”, por ejemplo. (Versión mexicana —según su leyenda— de Robin Hood, por cuanto robaba a los ricos para beneficiar a los pobres). En cambio, no hay criminales, en sentido estricto, que merezcan más compasión que la que merece un prójimo condenado a cargar en la conciencia, de por vida, el infierno de los remordimientos más atroces.
El debate sobre la pertinencia de la pena capital es tan antiguo como el derecho. La Ley del Talión —“Ojo por ojo, diente por diente...”—, concebida con el ánimo de que la sociedad pueda replicar con la misma moneda al agravio que se le infiere, consta ya en el Código de Hammurabi, Mesopotamia, que data de 17 siglos antes de Cristo. Los criterios esenciales pasan, de entrada, por consideraciones técnicas: el error judicial sería uno de ellos; la corrupción institucionalizada en los sistemas judiciales, otro; uno más, la prédica de los idealistas —¿o ilusos?— del derecho, a favor de la regeneración del delincuente: no en vano los penales han sido rebautizados con un eufemismo grotesco: “centros de readaptación social”.
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Otro criterio contra la pena capital (y que conste que todo esto no pasa de ser mera caligrafía: el debate sobre el tema, en México, está cerrado desde hace un rato) es el religioso. El argumento supremo sigue siendo el Quinto Mandamiento: “No matarás”... Sin embargo, al margen de que muchos de los llamados Padres de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, y no pocos filósofos insospechables de herejía —Kant, Balmes, etc.— se han pronunciado abiertamente a favor de la pena de muerte, y de que el propio Derecho Canónico acepta que el Estado pueda tener la prerrogativa de aplicar, en casos excepcionales, la pena de muerte, el mismo Evangelio (es decir, el propio Jesús) incorpora un contundente alegato en ese sentido: cuando dice que a quien abusare de un niño “más le valdría atarle una rueda de molino y que lo hundieran en el mar”... (sin hacer la caritativa salvedad de “pero con mucho cuidado de no matarlo”).
Si la sentencia de
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Hay delincuentes que llegan a ganarse la simpatía de la opinión pública. “Chucho el Roto”, por ejemplo. (Versión mexicana —según su leyenda— de Robin Hood, por cuanto robaba a los ricos para beneficiar a los pobres). En cambio, no hay criminales, en sentido estricto, que merezcan más compasión que la que merece un prójimo condenado a cargar en la conciencia, de por vida, el infierno de los remordimientos más atroces.
El debate sobre la pertinencia de la pena capital es tan antiguo como el derecho. La Ley del Talión —“Ojo por ojo, diente por diente...”—, concebida con el ánimo de que la sociedad pueda replicar con la misma moneda al agravio que se le infiere, consta ya en el Código de Hammurabi, Mesopotamia, que data de 17 siglos antes de Cristo. Los criterios esenciales pasan, de entrada, por consideraciones técnicas: el error judicial sería uno de ellos; la corrupción institucionalizada en los sistemas judiciales, otro; uno más, la prédica de los idealistas —¿o ilusos?— del derecho, a favor de la regeneración del delincuente: no en vano los penales han sido rebautizados con un eufemismo grotesco: “centros de readaptación social”.
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Otro criterio contra la pena capital (y que conste que todo esto no pasa de ser mera caligrafía: el debate sobre el tema, en México, está cerrado desde hace un rato) es el religioso. El argumento supremo sigue siendo el Quinto Mandamiento: “No matarás”... Sin embargo, al margen de que muchos de los llamados Padres de la Iglesia, como Santo Tomás de Aquino, y no pocos filósofos insospechables de herejía —Kant, Balmes, etc.— se han pronunciado abiertamente a favor de la pena de muerte, y de que el propio Derecho Canónico acepta que el Estado pueda tener la prerrogativa de aplicar, en casos excepcionales, la pena de muerte, el mismo Evangelio (es decir, el propio Jesús) incorpora un contundente alegato en ese sentido: cuando dice que a quien abusare de un niño “más le valdría atarle una rueda de molino y que lo hundieran en el mar”... (sin hacer la caritativa salvedad de “pero con mucho cuidado de no matarlo”).
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