México

— Mensaje

Lo de siempre: unos vieron el vaso medio lleno; otros..., medio vacío

Lo de siempre: unos vieron el vaso medio lleno; otros..., medio vacío.

En una esquina, la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi,  hizo un encomio del discurso —casi todo en inglés— del Presidente Felipe Calderón en Washington, en el Capitolio, alusivo tanto a los problemas de seguridad que comparten México y Estados Unidos, cuanto a la polémica “Ley Antiinmigrante”, digno (seguimos hablando del discurso) de los mejor amaestrados paleros de los presidentes “emanados del partido inspirado en los nobles ideales de la Revolución”, en los años del “ancien regime”: “Espectacular y sabio”... En la otra, Orrin Hatch, senador por Utah, calificó de “inapropiado” que un jefe de Estado extranjero “cuestione nuestras leyes, especialmente —subrayó— cuando Arizona sólo actuó en el mejor interés de sus ciudadanos y con el apoyo de 70% de su población”.

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Es cierto: si el Presidente Calderón consiguió que lo invitaran al Capitolio (lo que habla de la habilidad para el cabildeo de sus colaboradores) y que hubiera quórum para escucharlo (lo que pone en alto la hospitalidad de sus anfitriones), no podía salir del paso con un discursito “light”, de circunstancias, descafeinado, “políticamente correcto”, tomado del Manual del Declamador sin Maestro. Si tenía que abordar temas delicados, había que decirlo con energía... aunque sin rayar en la rudeza (después de todo, ya se sabe que “Lo Cortés no quita lo Cuauhtémoc”)... Si, además, estaba en un foro propicio para que lo escucharan los millones de migrantes de ascendencia mexicana, su mensaje tenía que llevar —como sucedió en el fragmento leído en español— una buena carga de esperanza.

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Eso sí: aunque las notas “de color” y los boletines oficiales pusieron el acento en que en el discurso, que duró 36 minutos, “hubo al menos 27 interrupciones por aplausos”, y que la salva final de aclamaciones duró más de dos minutos, no es el caso de suponer que Calderón, envanecido (“volado”, para decirlo en mexicano), hubiera tenido la tentación de preguntar, mientras resonaba aún el eco de las ovaciones, “dónde tiene que firmar uno para que lo reelijan”.

Se dijo —sin bravatas, sin estridencias, sin ofensas— lo que se tenía que decir. Se obró en conciencia. Se aplicó lo que decía Quevedo: “¿No ha de haber un espíritu valiente?... ¿Siempre se ha de pensar lo que se dice?... ¿Nunca se ha de decir lo que se siente?...”. O, como escribió el periodista brasileño David Nasser en su carta de despedida del que fue su oficio de toda la vida: “Podemos estar en paz, porque aunque no dijimos todo lo que hubiéramos querido decir, tampoco callamos lo que muchos hubieran preferido que calláramos”.
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