México
— ‘‘Entimología’’
Una cosa es el vocablo ‘‘homofobia’’, como lo define y lo consigna en su diccionario la Real Academia de la Lengua Española, y otra muy diferente es la misma palabra dominguera
Aunque las raíces latinas del término son más que evidentes, aquélla remite al origen inglés de la voz (“homophobia”), y en seis palabras —“lo bueno, si breve, dos veces bueno”, sentenció el clásico— explica su significado: “Aversión obsesiva hacia las personas homosexuales”; éste, a quien algún adulador hizo creer que se las sabe todas, y las que no se sabe las inventa, apeló, precisamente, a una ciencia que para efectos de una declaración periodística tuvo a bien sacarse inopinadamente de la manga (con ustedes, señoras y señores... ¡la “entimología”!) para difundir, urbi et orbi, su personalísima, pero no por ello menos válida, acepción de “homofobia”: “Del latín ‘homo’, hombre, y ‘fobia’, miedo o repudio: miedo o repudio a los hombres en general”. Dicho lo cual, se quedó tan campante como Johnny Walker.
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Al margen de la silbatina generalizada del “respetable” —como denominan, algún día se sabrá si peyorativamente, los cronistas deportivos y taurinos al público— y del repudio notoriamente mayoritario de la “vox pópuli” al futbolista degradado a regidor, primero por su ostensible aversión a las personas homosexuales y luego por hacer tabla rasa con quienes portan el Virus de la Inmunodeficiencia Humana al llamarlos “sidosos”, con toda la carga peyorativa que ese vocablo lleva implícita, la pifia tuvo una utilidad práctica: dar pie, a través de los medios, a dos tipos de manifestaciones: por una parte, el respeto a las conductas o preferencias sexuales de las minorías; por la otra, la demanda del mismo respeto de las minorías a la moral pública.
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De los avances en el reconocimiento de los derechos de las llamadas “minorías”, no hay duda: la aceptación, en el Código Civil del Distrito Federal, del matrimonio entre personas del mismo sexo, y la probable —por no decir previsible— ratificación, por parte de la Suprema Corte de Justicia, de la plena validez jurídica de dichos matrimonios, son estupenda prenda de ello.
En todo caso, si se trata de demandar respeto (hacia donde suelen orientarse marchas y manifestaciones de las llamadas “comunidades lésbico-gay” que, en rigor, no tendrían por qué existir, a partir de que los asuntos relacionados con la sexualidad son esencialmente privados), las descalificaciones y las ofensas —de palabra o de hecho— no son, ciertamente, la mejor vía para lograrlo.
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