Jalisco

Y yo qué ¿no cuento?

Según yo

En cuanto el último bigote dejó de moverse, en una de esas clásicas comidas para las que cada concurrente aporta un guiso y todos terminamos dando cuenta de un menú de bajo contenido nutritivo y alto valor calórico, los ánimos y el día comenzaron a declinar, para dar paso a esa modorra que nos tienta a salir corriendo con rumbo a la poltrona más cercana. No todos en el convivio éramos amigos cercanos, y francamente, eso de entrar en conversa insustancial y obligada con la nuera del anfitrión o la hermana que se le pegó a la cuñada, no suele plantear una halagüeña perspectiva.

Fue entonces que, cual es mi desfachatada costumbre, no sólo sugerí a mis contertulios que entráramos en una acción más apetitosa que pasar la tarde deteniéndonos las quijadas e intercambiando sandeces, sino que rematáramos la reunión y el día con una partida de dominó.

No pocas cejas femeninas se arquearon frente a mi gallarda sugerencia, pero la moción fue bien acogida por el número suficiente de varones para armar el cuatro, con todo y reta.

De modo que, como todos unos profesionales en el tallado de fichas, hicimos el democrático sorteo con las propias piezas, para armar turnos y compañeros. De esa forma me vi de pronto emparejada con un individuo que más se tardó en completar la primera mano, que en atravesárseme en el ánimo y despertarme una profunda antipatía. Y si siempre creí que los impuntuales constituían la única especie que me calaba hondo en el hígado, esa tarde descubrí, y hasta comencé a generar anticuerpos, hacia otros especímenes aún más insufribles: los fanfarrones.

“¡Compañera, tráigase los velices!”, aspaventó en un alarde triunfalista y madrugador, en cuanto vio aparecer la primera ficha puesta por el contrincante. El vaticinio se hizo efectivo para que aquel hombre y yo nos adjudicáramos la primera mano y la asamblea en conjunto se embodegara una pastosa tanda de auto elogios a su innegable destreza, su férrea imbatibilidad, su preclara inteligencia y su agudeza matemática. Al ganar la segunda, en un juego que supone acometerse en silencio, pero que el susodicho aderezó con algunas loas más a su destreza, supimos de su inveterada lucidez para el cálculo numérico, su iridiscente astucia para la estrategia y su inenarrable habilidad para el raciocinio infinitesimal.

A esas alturas, huelga decir que el juego perdió su lúdico encanto y se volvió un pretexto para que el insuflado jugador se diera cuerda hasta la náusea. Ya no deseaba yo que mi modesto esfuerzo de compañera en la partida fuera remotamente reconocido, sino librarme del indigesto jugador quien no se proclamó “rey del mundo” porque le faltó el Titanic y una cara como la de  Leonardo DiCaprio.

Ese día conocí las dos caras de la suerte: la buena para concederme el triunfo en cuatro rondas sucesivas que me abultaron el ego a la par que el monedero, y la mala por haberlo hecho como eventual pareja del sujeto más echador, pagado, hablador,  ostentoso, enamorado de sí mismo e irritante que he conocido hasta la fecha.

patyblue100@yahoo.com
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