Jalisco
¿Y de dónde tanto amor?
Según Yo
Pero la almibarada celebración me ha hecho también caer en la cuenta de cuán gordos me caen los prójimos que, por pura costumbre o antipatía mal disimulados, se dirigen a mí con toda suerte de acaramelados apelativos. Sabrá Dios qué mieles les anden haciendo olas por dentro o cuántos afectos traigan medio reprimidos, pero eso de que cualquiera, sea que me conozca o no, me sustituya el nombre con epítetos empalagosos, me esponja el talante y me apachurra el hígado.
Junto con la respetabilidad, la edad trae ciertos achaques mentales y quizá por eso, o como producto de mis pocas y escogidas pulgas, el ánimo me entra en ebullición cuando alguien, quien ni edad tiene para haber sido mi madre o padre, con aquella deshilachada confianza me llama “mija”. Se me figura que quien me distingue con semejante apócope, de alguna manera se siente superior o pretende mostrar una condescendiente amabilidad que no le alcanza para averiguar cómo me llamo. Similar efecto me escuece el páncreas cuando el diminutivo de mi nombre les parece insuficiente y le agregan un “titita” más, como si la propia minimización de un término no fuera, de por sí, el más acabado ejemplo de rampante y muy mexicana cursilería.
Sobre tantas y tan ridículas maneras de llamar al prójimo conversaba yo con un amigo, después de que éste manifestó su molestia porque un ignoto conocido, de cuya amistad ni siquiera gozaba, de pronto entabló una charla refiriéndose a él como “hermano”, dando por sentada una cercanía que ni remotamente existía. Entendí su prurito existencial porque a mí me sucede lo mismo cuando alguien pretende que responda o me dé por aludida al ser convocada con apelativos como “corazón”, “reina” o “chula”. Igualmente me entripa que, con voz melosa y cargada de piloncillo, me levanten falsos llamándome “chiquita”, “güerita” o “bonita”, cuando es más que evidente que ninguno de tales adjetivos cuadra con mi anatomía.
Se me revuelca en la memoria la edulcorante interacción con aquella maestra de matemáticas que de “mis amores”, “nenitas” y “muñequitas” no nos bajaba, pero bien que nos aplicaba los más agrios superlativos a la hora de calificarnos. Quizá por eso, y desde entonces, le agarré un acre repelús a los motes cariñosos y las confituras verbales que nunca he utilizado ni con los brotes de mi estirpe, y cuantimenos recibo sin que me entre una suerte de tortícolis anímica equivalente a un jalón de pelos de la nuca. O será que me resisto a ser vocalmente acariciada por otros, cuando quien juró amarme, respetarme y consentirme hasta la muerte, se reserva el privilegio de llamarme simplemente “vieja”.
patyblue100@yahoo.com
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