Jalisco

Un duelo de hombres, caballos, peones...

Esta es una pequeña estampa de los ajedrecistas que desde hace más de 10 años se juntan en las afueras del Palacio Municipal de Guadalajara a jugar

GUADALAJARA, JALISCO (26/FEB/2012).- Con la calma de un desactivador de bombas, Carlos Roberto de Santiago rumia la posibilidad de mover un caballo o un alfil. Sentado al pie de la entrada principal del Palacio Municipal de Guadalajara,  echa una ojeada a la partida ya casi concluida y adquiere, fría, matemática e inexorable, la seguridad de que su rival quedará para el arrastre.

-Jaque…

Confuso, inclinando la cabeza, presa de dudas interiores, el oponente apura un traguito de su café que ya no humea. Luego de mirar su juego cuajado de omisiones y meditaciones estériles, observa con sus ojitos  mientras acerca lentamente la mano derecha hacia la reina para apartarla de súbito, como si estuviera envuelta en llamas. Decide cubrir la amenaza con un peón. Una jugosísima jugada se ve venir.

-¡Ah, caray! ¿Qué es eso? ¡Uuuuh, error garrafal! -dice Carlos en voz baja al no entender el ataque contrario-. Otro jaque...

Con el dedo pulgar y el índice, Carlos se acaricia el lugar en el que, de habérselo permitido, crecería una discreta barba de chivo. Se rasca la cabeza. Se empuja los lentes sobre el puente de la nariz. Busca la manera más sencilla de acabar con el inexperto contrincante.

Algo lo hace distraerse del juego: a un costado se hace sentir un corpulento río de autos que, a la altura de Avenida Hidalgo en su cruce con Alcalde, avanza con la lentitud propia de las urbanizaciones desbordadas. Un conductor que se cuece en el interior de su vocho rojo descansa los antebrazos en el volante con paciente fatiga. El calor se suma a ese tiempo a ras de neumáticos. El lento avance se vuelve más enervante: aparece una histérica ambulancia con la sirena abierta.

-¡Uuuuh, uuuuh!;¡niinoo, niinoo!

Los conductores, guiados por un irrefrenable ánimo de desesperación, pierden la calma. Oprimen el claxón. Empujan el acelerador. Los motores emiten una ronca exhalación:

-¡Brrrum, brrrum!; ¡piiii!, ¡piiii!

Luego del trance, el oponente, mortificado, hunde la cara en el tablero. Piensa unos segundos y luego algunos más.  La mano izquierda petrificada sobre el mentón. La derecha sobre la cabeza, separando con los dedos los cabellos oscuros, despeinados, inseguros. Mueve un peón.

Carlos vuelve la atención a las piezas ya rodeadas por un enjambre de zancudos: grasientas, despintadas, viejas, manoseadas cientos, miles de veces. Caballos que han cabalgado kilómetros. Reinas asesinas. Torres suicidas. Alfiles sacrificados. Reyes acobardados. Una infantería de peones puesta al destajo.

Otro jaque a Su Majestad.

El rey sale del jaque y se expone: una a una, las piezas que antes lo defendían le han sido arrancadas como dientes de leche.

Luego de medir la infinita trenza de posibilidades, Carlos acerca la mano a  la dama, le frota la corona como no queriendo, la toma y en un sesgo funesto da la estocada final.

Su voz es rectilínea, sin matices, impersonal...

-Jaque mate.
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El ajedrez es la manera más sencilla de establecer un silencio educado entre dos personas. Se vuelve un silencio rebelde si se juega en la calle, con desconocidos, en medio del ruido, de multitudes hormigueantes.

El escritor Juan José Arreola pensaba que “el hombre juega ajedrez empeñado en ser más que de tamaño natural”. Y así parece ser desde hace más de 10 años que los ajedrecistas del Centro se juntan a jugar.

Empezaron en la Plaza Guadalajara “donde todavía se ponen los que juegan a las damas”. Las lluvias los obligaron a moverse en la entrada del Palacio Municipal tapatío, debajo de los arcos de los portales o sobre las bancas de madera que están a un costado. Con el tiempo las dificultades fueron otras y terminaron peleando, luchando sus propias batallas. Contra el ruido, contra  las lluvias, y más recientemente contra la persona que en la noche les apaga la luz que, por cierto, ni los policías que resguardan la puerta del inmueble saben quién es.

Carlos Roberto de Santiago dice que desde que empezó a jugar, el ajedrez no le interesa como una actividad competitiva, sino lúdica.  

“El ajedrez es un juego lógico. Es la guerra. Los elementos básicos que se necesitan son los mismos que puedes aplicar en tu vida: concentración, planificación, fijar objetivos concretos y correr riesgos. Pero si corres riesgos y te equivocas, por lo menos te queda el goce estético de haberlo intentado."

“Hay una anécdota de Boris Spassky y Bobby Fischer (dos de los mejores ajedrecistas que han existido, ambos enemigos acérrimos).  Sucedió un poco antes de que Fischer se convirtiera en campeón mundial. En un torneo de alto nivel le preguntaron a Spassky qué significaba el ajedrez para él, a lo que respondió que 'el ajedrez es como la vida'. Fischer, que estaba cerca,  repuso: 'No, el ajedrez es la vida', típico del temperamento maniático de Fischer, pues su única meta era ser campeón mundial. Fischer representó una revolución mediática en el ajedrez. ¡Hasta mi mamá sabía quién era Fischer!”

Lo dicho por Carlos despierta la hilaridad del corro que lo rodea. Lo escuchan atentos Jairo, Arturo, Gaspar, José: un joven que cuando juega mal es “Pepito” y cuando juega bien es “don José”; "el Maltra”, que piensa que el ajedrez  “es para huevones”, pues “el que se pasa horas acá es porque no trabaja”.

Algunos de ellos son amigos; se buscan para jugar de lunes a sábado y practicar. Puede ser desde las 6 de la tarde y hasta las 10 de la noche. No se apuesta. A algunos, apostar en una partida les parece un acto de profanación al ajedrez.

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Dicen que se llama Mario y que era sastre. Dicen que se hizo de dinero y que no quiere decirlo para que no le pidan prestado. Dicen que es de los primeros que empezó a jugar en el Centro y que le apodan “el Maltra” por “mal tragado”. Dicen que es de los más malos y “agarra pichones” para apostar  cinco pesos por partida. Dicen que tiene los peores modales y el lenguaje más pirotécnicamente vulgar y desvergonzado de la fauna ajedrecística. Dicen que si lo mencionan a él no los mencionen a ellos.

-¡Jaquecito sabroso!

“El Maltra” captura a la reina y sopla a la pieza, como si fuera un humeante revólver de caño corto.

Tiene la ropa raída, sucia. El rostro surcado por marcadas arrugas. La voz de río arrastrando piedras. Despeina canas. Escupe recurrentemente. Hace fiesta de cada jugada.

-Vamos viendo qué se le ofrece al muchacho. Esta jugada se  llama “patita de gallo”.

El caballo amenaza tres piezas, “el Maltra”, confiado en la lentitud del adversario, se desembaraza del juego y con la mochila en la mano va hasta el bote de basura más cercano. Introduce una mano para medir el contenido. Saca una lata vacía, la guarda y vuelve. Se acerca un señor de gorra, camisa vaquera y lentes oscuros.

-Mira, ya llegó “el Vaquero”, es mi cliente.

“El Vaquero” asoma la vista al juego. La ventaja es aparente: “el Maltra” ha capturado un caballo, un alfil, una torre, cuatro peones. Durante toda la partida, el adversario guarda silencio. No ha dicho nada. No ha cantado un jaque. Divisa el juego agazapado y tenso. El enojo le anula la inteligencia y lo vuelve puro instinto. Captura al caballo.

-¡Mira nada más, se llevó mi caballo y ya está cantando las de Chente!

Ante una jugada que parecía inteligente pero más bien fue visceral, “el Maltra” hace algo inadvertido: toma tres de sus peones y los arroja fuera del tablero, dice que “son de regalo”; luego, toma la única  torre que le queda y la desliza por su flanco izquierdo. Hace un sonido como de trenecito:  “Chucu-chucu-chucu-chucu-chucu”. Y canta el mate.

-Las manos son inocentes, el culpable es el cerebro -dice, mira el reloj de la Catedral, y comienza a guardar las piezas.

Ya casi son las 11 de la noche.  El joven perdedor se levanta y se sacude el pantalón. Trae un libro de ajedrez titulado con letras amarillas “Cómo triunfar en el ajedrez en dos semanas”. Sonriendo para sus adentros, “el Maltra” mira el pequeño libro de hojas amarillas, alza la mirada hasta alcanzar la del rival. La permanente sonrisa canalla se disuelve en aburrimiento beatífico. Le dice con voz firme:

-Ni leyendo cuatrocientos libros me ganas.

Y se va con aire burlón.

EL INFORMADOR/ GONZALO JÁUREGUI
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