Jalisco
Un día más de Giovanni…
A sus 15 años trabaja en un lujoso hotel de Vallarta, pero su salario apenas alcanza los mil 500 pesos quincenales. Entre carencias, sueña en convertirse en chef para salir de la pobreza
Bajo ese cargo, le da mantenimiento a la alberca, instalaciones eléctricas, tuberías de gas, saca la basura y barre. A pesar de que labora en uno de los hoteles más lujosos de Puerto Vallarta, su salario apenas acaricia los mil 500 pesos a la quincena.
Como el derecho de libre tránsito para los incautos sin dinero que quieren acceder a una playa del cotizado destino turístico, la Ley Federal del Trabajo, es violada. Giovanni ahora tiene 15 años, pero comenzó a trabajar cuando era un niño de tres, y desde entonces, carece de las prerrogativas constitucionales que le permitirían no extender su marcha laboral más de las ocho horas diarias.
En el hotel acude a la secundaria abierta, su sueño es ser chef, como su madre, quien consiguió el oficio para su hijo menor, y tuvo que criarlo sin la presencia ni el apoyo económico del padre. “A él no lo conocí (su padre), a mi mamá, pues ella trabaja aquí, es la cocinera desde que yo me acuerdo. No tenemos más sustento que el trabajo en el hotel”.
El hotel es su segundo hogar, de manera literal. Come y estudia ahí; se retira cuando el anochecer inyecta el océano y los cielos se vuelven densos, pesados por el sol anaranjado que cargan a toneladas que se desparrama por todo el horizonte, como si fuera ajeno al tiempo, al ritmo que convierte a Puerto Vallarta en una de las costas urbanizadas con más densidad poblacional, y también, como en el resto del país, con más contrastes económicos.
Historias repetidas
Como Giovanni Díaz Hernández y su madre, miles de vallartenses abandonan sus casas a las primeras horas del día. Se dedican a hacer el aseo y preparar la comida de los turistas; trabajan para que todo esté listo, “todo”, cuando éstos se despierten y comiencen con la dinámica de derrama económica de la que las administraciones contemporáneas se han vuelto tan agradecidamente dependientes. Esa dependencia, creadora de empleados mil usos, le ha costado mucho a su gente y su familia.
“Mis abuelos tenían lanchas, antes había pesca y te podías meter al mar, hasta podías tener tu propia palapita. Pero los hoteles ya no quisieron y desplazaron a la gente”. Anteriormente, los nativos del puerto contribuían con la economía de su ciudad, pero poco a poco fueron orillados por la depredación mercantilista de la costa, hacia pequeños fraccionamientos, tímidamente escondidos en las orillas del malecón, de hileras de casitas del Infonavit que parecen apretujarse entre sí. Delante de ellos se erigen los edificios que cercan la carretera, crean un ficticio esplendor primermundista, a tan sólo horas de la capital de Jalisco, Guadalajara.
Como el tamaño de su casa, las expectativas de Giovanni no pueden ser muy grandes. No sobrepasan el nivel de altura de los hoteles que le impiden ver el mar desde su tierra natal; no sobrepasan equiparse con los huéspedes, que en su vida le han dado los buenos días o le preguntan cómo está. Escoba en mano, recogedor, franela o pinzas de presión; turcas o material de limpieza para la gran alberca del hotel; traje blanco incontables veces tratado con cloro para no comprar otra prenda laboral; Giovanni sigue siendo un “gato”. Es realista, dice, “tengo los pies en la tierra”.
El contraste
Mientras Giovanni barre la acera del hotel, bajo el pesado calor de la costa, los hijos de los vacacionistas juegan en las hectáreas de arena y mar, que son devoradas por la industria hotelera.
La última vez que gozó de un fin de semana en la costa, fue hace un año y medio, con su novia, y debió salir de Vallarta, para dirigirse a una playa libre de la voraz maquinaria turística, que para ojos optimistas, tan sólo este año edificó cinco nuevos hoteles. Giovanni ve el crecimiento de la industria con los mismos ojos, más trabajo para muchos, y menos dinero para todos.
Cada noche al salir del hotel, Giovanni va con su madre, y le ayuda con algunos de los trastos en los que se lleva la comida sobrante a su casa. Ambos suben al camión que recorre el malecón y escuchan a los perros tristes y a niños jugando en la calle empedrada de su barrio, en Las Juntas, Puerto Vallarta, lugar sin tentación de ostentar lo que no se tiene.
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