Jalisco
Tal para cual
De la manera más inopinada, me vi de pronto atrapada en la conversa de dos escolapias
Así fue que, de la manera más inopinada, me vi de pronto atrapada en la conversa de dos escolapias que intercambiaban pareceres sobre la conducta de sendos y respectivos galanes.
Una de ellas, cuya voz la proyectaba como la más achispada y deseosa de compartir los motivos del entusiasmo que le desbordaba y le atropellaba el habla, desgranaba los pormenores del reencuentro con el veleidoso varón cuyos desdenes la mantuvieron bordeando el infierno por dos semanas.
Según me enteré, el episodio reconciliador comenzó con los estridentes tamborazos de una banda sinaloense, a cuyos acordes se acogió el ofensor para ser expiado. Entre una sarta de intrascendencias y frivolidades por demás aburridas, supe que con eso bastó para que la jovencita concluyera que el huidizo galán merecía ser perdonado por su recurrente informalidad, sus deslices en las costas jaliscienses, las humillaciones con que se la descontó en el antro y las mentiras que le inventó para irse al “fucho” y a “pistear” con sus cuates, en lugar de acompañarla a la boda de una prima, tal como había quedado.
No pude menos que sorprenderme del insospechado potencial redentor que tienen los tamborazos y del benéfico bálsamo que derraman sobre un corazón vejado y adolorido. Nunca imaginé de la capacidad que posee una banda destemplada para conseguir el perdón de lo imperdonable, además del piadoso velo de amnesia voluntaria que tiende sobre los malos recuerdos, para que éstos se disipen junto con el menor indicio de rencor. Ni en mis sueños más ácidos habría concebido que frases como “grabé en la penca de un maguey tu nombre” fueran suficientes para que la ofendida recuperara súbitamente la fe perdida en un individuo que consiguió perdón sin penitencia, a 300 pesos la hora.
Ya en el lavamanos, vi de reojo a la triunfal reconquistada y mi mente cochambrosa no pudo más que asociarla con las ofertas del supermercado.
Apenas me cabía en la cabeza que ejemplares tan finos, bellos y lozanos se abarataran tanto, pero el escozor de la revelación me duró lo que tardé en escuchar de nuevo a la jovencilla afirmando que el inestable pero pomposo galán era el “amor de su vida”, a diferencia del que se consiguió posteriormente y quien, a pesar de ser “muy lindo y serio” y tratarla con la delicadeza y cortesía inéditas en estos tiempos, “no tenía pompis y se vestía bien naquito”.
Haberlo mencionado antes porque, así las cosas, ya no me cupo la menor duda de que el barbaján y la entusiasta narradora formaban la pareja perfecta, pero seguí debatiéndome sobre la índole del aserrín con que algunos traen rellena la mollera. Tal como dicen ahora, “traen frutilupis en el cerebro”.
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