Jalisco
Si me sacaran más seguido…
SEGÚN YO
No se equivocaba mi madre al afirmar, con esa fe que sólo las buenas madres profesan, que la Divina Providencia no falla cuando uno se encomienda con fervor a su augusta tutela. Ni duda me cabe ahora que, aun sin haberla invocado de manera consciente, nadie, sino tan portentosa entidad celestial fue la que acudió en mi auxilio cuando pretendí cruzar la frontera norteña de regreso a casa, tras haber asistido a las segundas nupcias de mi primogénita, allende el Río Bravo. De otra manera no me explico cómo es que hoy estoy aquí chambeando en lo mío, y no ataviada como santaclosa entonando sonsonetes navideños en las banquetas de Rodeo drive, para juntar lo del perdido boleto de regreso.
Sólo esa Divina Providencia que con frecuencia invocaba mi antecesora, hasta para dar con el monedero que distraídamente metía en el refrigerador, pudo iluminar mi camino para desazolvar el trámite requerido frente a la ventanilla de una aerolínea, después de recorrer la milla y ochocientos metros más, arrastrando mi veliz y mi dignidad de ser racional (que no tiene rueditas, como la maleta) en un aeropuerto atiborrado de paisanos arriados por mal encarados e incomprensibles oficiales de tránsito humano que mascujan el inglés a gritos e ignorando las reglas gramaticales que con tanta puntualidad me enseñó la miss Carmen en secundaria.
Han de disculpar el poco mundo que he agarrado en apenas poco más de cinco decenios de vida terrenal, así como la nula lógica que me asiste para descifrar los códigos de las terminales aéreas que rara vez visito, y sólo con el propósito de recoger a algún entrañable visitante que me llega por los aires. Pero cuando soy yo la voladora y veo al resto de viajeros moviéndose en el aeropuerto como pez en estanque, me siento como uno de esos especímenes autistas que viven en medio vaso de agua y casi tengo la certeza de que en esta posmoderna versión de los laberintos mitológicos, la Victoria de Samotracia perdió la cabeza y la Venus de Milo los brazos, por andar cargando del tingo al tango su equipaje e ignorancia.
Echando mano de su experiencia como viajera frecuente, mi hija me explicó con peras y manzanas las instrucciones básicas para salvar los prolegómenos del abordaje. De igual manera, me puso al tanto de las prevenciones a tomar para satisfacer la paranoia gringa post 11-S y hasta se dio tiempo para depositarme en la puerta precisa, con tal de evitarme el desorientado peregrinaje por toda la terminal. Pero tengo la seguridad de que viendo a aquella desesperada mujer que con más desconcierto que maña picoteaba el monitor de una computadora, se jalaba los pelos, imploraba el auxilio de un operador porque nada le salía como debía y terminó lanzando al aire un estentóreo ¡help!, me habría desconocido y hasta negado el parentesco.
Finalmente, con su mal español y mi peor inglés, un operador y yo entramos en comunicación personalizada para aligerarme un trance que parece ser del dominio público, pero no apto para viajeras tan infrecuentes y con tan poco roce internacional, como una servidora. Lo dicho: sólo porque Dios es grande pude pisar de nuevo mi terruño conforme a lo programado.
patyblue100@yahoo.com
Sólo esa Divina Providencia que con frecuencia invocaba mi antecesora, hasta para dar con el monedero que distraídamente metía en el refrigerador, pudo iluminar mi camino para desazolvar el trámite requerido frente a la ventanilla de una aerolínea, después de recorrer la milla y ochocientos metros más, arrastrando mi veliz y mi dignidad de ser racional (que no tiene rueditas, como la maleta) en un aeropuerto atiborrado de paisanos arriados por mal encarados e incomprensibles oficiales de tránsito humano que mascujan el inglés a gritos e ignorando las reglas gramaticales que con tanta puntualidad me enseñó la miss Carmen en secundaria.
Han de disculpar el poco mundo que he agarrado en apenas poco más de cinco decenios de vida terrenal, así como la nula lógica que me asiste para descifrar los códigos de las terminales aéreas que rara vez visito, y sólo con el propósito de recoger a algún entrañable visitante que me llega por los aires. Pero cuando soy yo la voladora y veo al resto de viajeros moviéndose en el aeropuerto como pez en estanque, me siento como uno de esos especímenes autistas que viven en medio vaso de agua y casi tengo la certeza de que en esta posmoderna versión de los laberintos mitológicos, la Victoria de Samotracia perdió la cabeza y la Venus de Milo los brazos, por andar cargando del tingo al tango su equipaje e ignorancia.
Echando mano de su experiencia como viajera frecuente, mi hija me explicó con peras y manzanas las instrucciones básicas para salvar los prolegómenos del abordaje. De igual manera, me puso al tanto de las prevenciones a tomar para satisfacer la paranoia gringa post 11-S y hasta se dio tiempo para depositarme en la puerta precisa, con tal de evitarme el desorientado peregrinaje por toda la terminal. Pero tengo la seguridad de que viendo a aquella desesperada mujer que con más desconcierto que maña picoteaba el monitor de una computadora, se jalaba los pelos, imploraba el auxilio de un operador porque nada le salía como debía y terminó lanzando al aire un estentóreo ¡help!, me habría desconocido y hasta negado el parentesco.
Finalmente, con su mal español y mi peor inglés, un operador y yo entramos en comunicación personalizada para aligerarme un trance que parece ser del dominio público, pero no apto para viajeras tan infrecuentes y con tan poco roce internacional, como una servidora. Lo dicho: sólo porque Dios es grande pude pisar de nuevo mi terruño conforme a lo programado.
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