Jalisco
Según yo, por Paty Blue
Aunque distingo al cine como una de mis más delirantes aficiones, reconozco que por cuestión de tiempos, la asistencia a una sala se me ha vuelto cada vez más remota...
Estoy cierta de que el insistente moconete, al igual que lo hice yo en mis mozos años, ha comenzado a gestar su propia afición al séptimo arte, así que mientras transcurrían las frenéticas aventuras de un mono llamado Meteoro, me puse a cavilar sobre mis tempranos encuentros con el celuloide. Huelga decir que la edad se me vino encima, al constatar cómo han cambiado estas usanzas.
Recuerdo que llegaba a la pantalla El barrendero y había que acudir, como cada año, al teatro Alameda o al Variedades, a ver “la última de Cantinflas”. Y, en efecto, fue la postrera de su copiosa filmografía y el final de un rito que, como ninguno otro, recuerdo que haya sido tan puntualmente seguido por los tapatíos de mi calaña. De los popis que vivían en las colonias, como Chapalita o Jardines del Bosque, no sabría darles yo razón, pero los clasemedieros de los setenta hicimos del cine una religión con todo y sus mandamientos, preceptos y pecados inconfesables, que comenzaba con el obligado bautizo, a la edad en que podíamos mantenernos medianamente sosiegos, en las matinés del Reforma.
A excepción de la Cuaresma, cuando la posibilidad no podía pasar ni como remota idea por el pensamiento, ir al cine cada semana era casi tan obligatorio como la misa dominical y, sabedores de tan fiel costumbre, los censores hacían llegar a manos de los padres, una hoja con las clasificaciones de las cintas en cartelera: A, para todos; B, adolescentes para arriba; C1, mayores de 21 años; C2, sólo adultos muy adultos; C3, para quienes seguramente estaban ya mucho más allá del bien y el mal y FCI, “Fuera de clasificación por indecente”. Pero estaban, también, los cines prohibidos aunque exhibieran Bambi en su pantalla y éstos eran, principalmente, los ubicados allende la calzada: Park, Lux, Obregón, Ideal, Sorpresa; o los ubicados en los alrededores de los populosos mercados, como el Cuahutémoc que se especializaba en la proyección de escándalos nacionales como “Las pirañas aman en Cuaresma”, o en desacatos ibéricos, como “La cigarra no es un bicho”, que ya bien entrados los setenta, se volvieron aptas para proyectarse por la televisión vespertina.
A los cines de barrio, como el Roxy, Latino, Edén y Microcine, les daba por difundir los dramas clásicos de la cinematografía mundial (Algo para recordar, La princesa que quería vivir, Melodía inmortal) y, por tanto, se podía asistir a ellos sin reservas. Nunca entendimos por qué, sin embargo, podíamos acudir al Alameda, pero no al Juárez; al Metropolitan, pero no al Avenida, cuando quedaban uno enfrente del otro.
Cuando se inauguró el cine Diana, con la proyección de Cleopatra, a los cinéfilos locales nos cambió radicalmente el panorama. ¿Quién iba a pagar ocho pesos por ver una sola película, cuando el resto de los cines cobraban entre 1.50 y 4 pesos por dos y hasta tres cintas en una sesión?
Pero quizá los recuerdos más imborrables del cine que me tocó vivir en la Guadalajara de antier, se me quedaron prendidos después de varias sesiones de “cine de arte”, en el teatro del Seguro Social, a donde debíamos ocurrir, ya en la adultez temprana, para ser tomados en cuenta como seres pensantes e intelectualmente dispuestos al embrollo fílmico. Cintas como “Conocí una vez a unos gitanos que fueron felices”, “Macunaima” y “La edad de oro” me advirtieron, entre otras, que el cine puede, también, hacerlo a uno sentirse estúpido.
patyblue100@yahoo.com
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