Jalisco

Según yo

Inútiles previsiones

La apocalíptica ilustrada que vive a unas puertas de mi casa, apenas daba crédito a que a una mujer como yo, a quien ella supone tan meticulosa y previsora, no hubiera salido corriendo despavorida para subirme al auto y con idéntica premura hubiera enfilado hacia la gasolinera más cercana, para llenar el tanque, en cuanto anunciaron que subiría de precio. Convencida de que en cualquier cabeza, excepto la mía, cabría tan prudente medida, escurrió con ironía la posibilidad de que mis holgados fondos fueran suficientes para darme el lujo de mantener la calma frente al más reciente de los incontables sablazos energéticos que nos ha venido asestando el actual Gobierno.

Si no fuera por la contundencia con que el Presidente de nuestro país afirma que la recuperación económica ya comenzó, hasta llegaría yo a pensar que desde hace buen rato nos agarraron de sus puerquitos, pero eso sería tema de una disertación menos silvestre que la que se estila entre mujeres ociosas que nos encanta andar fisgoneando en los procederes ajenos. Así que pude haberme reservado de rendir puntuales cuentas a mi inquisitiva congénere, o  guardado para ocasión más relevante mis estrategias monetarias, pero de ninguna manera iba yo a permitir que, a medio callejón y frente al trío de alarmadas a quienes ya había esponjado ánimo y pelos, hurgara en mis intimidades para hacerme confesar si lo “traía bien lleno” (sic), porque si es así, o lo traigo a medias, o me doy con la reserva, o de plano con el puro olor, no es asunto que deba divulgarse a los cuatro vientos, y así se lo hice saber.

De modo que, convencida de que conmigo no se puede hablar, porque dice que me da por trivializar los dramas ajenos, la alarmista no ocultó su inconformidad cuando se percató de que no compartía sus escozores, ni me iría a ocupar el decimoctavo lugar en una fila de autos cuyos choferes aguardaban pacientemente su turno frente a la bomba, para ahorrarse 20 pesos por una sola vez, durante el siguiente bimestre.

Y como el tiempo que evité gastar en una medida tan fútil, no lo iba yo a dilapidar alegando desatinos, ni tratando de convencer a quien enarbolaba la bandera del pretendido ahorro, ni lamentándome por vivir en México y no allende el Río Bravo, donde las malinchistas suponen que la gasolina es más barata, abandoné la disertación callejera para dedicarme a algo más productivo o, de perdida, con un contenido más bajo de necedad.

Me quedó, sin embargo, bien claro que a la dama en cuestión le están agonizando las neuronas, o ya se le murieron en bola y nadie le avisó para que las sepulte, no sólo por su nulo sentido del humor (signo inequívoco de la más galopante estulticia), sino por su persistente tozudez de creer que las prevenciones instantáneas, como ésa de llenar el tanque aunque le borremos dos horas de actividad al día, nos sacarán del hoyo.

Todavía, como deseando que elogiáramos su beatífica cautela, nos contó que ella misma llevó a llenar el tanque del marido, el de la mamá y el propio. O sea, media docena de horas invertidas en una elogiosa estrategia de ahorro familiar que podrá repetir antes de lo que se imagine.
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