Jalisco

Según yo

El hogar como escenario

No hay remedio y mejor ni quejarse para no herir la susceptibilidad de ese monumento a la abuela elogiosa (¿hay de otras?) en que se ha convertido mi hermana mayor, quien ha ido sumando nietos a razón de dos por año, y contando. Así que, como el resto de la familia, me tuve qué soplar la proyectada velada navideña, formando parte de la audiencia que con gritos y aplausos gratificó la participación de los nietos ajenos que se adueñaron de la noche con sus pretendidas gracias artísticas.
 
Convirtiendo la sala de la casa en el improvisado escenario para proyectar sus nacientes y respectivos talentos, los moconetes que traían más pila que el resto de la concurrencia, no concedieron resquicio para la charla adulta, ni facilitaron el tráfico de brindis y parabienes con que se honra la ocasión, pero no había manera de pararlos sin que sus madres y la oronda abuela se ofendieran, así que ya podrán imaginar la divertida que me puse escuchando las variadas interpretaciones de “La patita”, “Ixi bixi araña” y, por supuesto, la traqueteada y muy de moda “Mundo de caramelo”, en su conveniente versión de playback.

Entre esos vericuetos melódicos y familiares, la mente me viajó a mis días escolares, cuando cada viernes la “seño Vicky”, mi salerosa maestra de quinto de primaria, apelaba a su socorrido recurso didáctico de hacer “hora social”, para mantenernos a raya hasta el toque de la salida.

La semana estaba por concluir, los temas de las asignaturas se habían agotado y la maestra no podía seguir amenazándonos con bajarnos las calificaciones, porque el resumen de éstas, con todo y promedios, menciones honoríficas y regaños, había sido repartido en la ceremonia semanal a medio patio. No éramos, ciertamente, un grupo particularmente dotado de monerías para exhibir en público, pero en la privada intimidad que concede un salón compartido con cuarenta condiscípulas, hasta a un discurso político le habríamos dispensado nuestra más cara atención, con tal de no seguir tomando apuntes de civismo, dibujando mapas con colores “Jungla”, o analizando el comportamiento de los protozoarios a través de las viejas láminas del laboratorio de biología.

El repertorio no era muy vasto y de sobra conocido: Alma Cosío recitando, por enésima vez, “La chacha Micaila” o “Mamá soy Paquito”, con aquellos gimoteos, aspavientos e inflexiones vocales que me tentaban ferozmente a meterme debajo del mesabanco, de la pura pena ajena que me daba, pero siempre era mejor que seguir puntualmente los rasgos que un tal señor Palmer diseñó para torturarnos a punta de canutero. Mejor escuchar a Esthercita Arce entonar por cuadragésima ocasión “La Marsellesa”, que resumir la Revolución Francesa en un cuadro sinóptico que debía ser macheteado y recitado posteriormente al dedillo. Mil veces más pude haber visto a Gabriela de la Torre ejecutando los cinco pasos de tap que se sabía, a cambio de una maratónica sesión del catecismo de Ripalda, que las maestras cotorras nos prescribían como agua de uso.

De modo que para honrar y refrescarme los tiempos idos, la noche de paz me sorprendió como aburrida observadora de los pininos artísticos de prójimos con más gracia que un elefante echado, pero más aplaudidos que un show en Las Vegas. Y luego se espantan porque uno bebe.

patyblue100@yahoo.com
Síguenos en

Temas

Sigue navegando