Jalisco

Según yo

Tan fácil como decir no

“Claro que sí, cuenta conmigo, faltaba más” —me aseguró la rumbosa amistad que me agencié para realizar la grabación de un evento—. Ni siquiera tuve necesidad de insistirle porque su disposición resultó por demás entusiasta, así que no restó más que puntualizar el día, sitio y hora del acontecimiento que pretendía la finita posteridad que concede un artilugio electrónico.

Confiada en la formalidad que el susodicho me anticipó, ni necesidad sentí de tomar otras providencias e, incluso, agradecí a otros que de manera espontánea me ofrecieron hacerme el encarguito, asegurándoles que ya contaba yo con la promesa jurada del individuo en quien deposité una fe tan gratuita como su empeño en acatar mi petición.

Una vez en el sitio pactado, no dejó de extrañarme su ausencia, pero resignada, como vivo en esta ciudad tan abundante de tráfico y limitada de sitios para estacionarse, imaginé que en cualquier momento haría su triunfal aparición. El citado acto comenzó y andavete de camarógrafo; prosiguió 10 minutos más y sus luces ni siquiera fundidas se manifestaron. Al cabo de media hora, comencé a sospechar que el cascabelero sujeto me ilusionó en vano, me vio el guarache y me tiró la plancha con tan olímpica desfachatez, que ni siquiera le merecí un casual telefonazo para salvar mi trance, aunque fuera faltando un cuarto para la hora.

El evento transcurrió y mis ausentes hijos no merecerán ni siquiera la gloria de la repetición grabada, y ni modo de montar de nuevo el numerito para que se enteren de lo cálido y entrañable que resultó la presentación del nuevo libro de su productiva madre.

A menos que, Dios guarde la hora, alguien sienta el cañón de una pistola descomponiéndole el peinado, o bajo amenaza de que le volteen la nariz hacia la nuca, nadie está obligado a actuar contra su muy propia e indoblegable voluntad.

Con la bicentenaria libertad por la que murió el cura Hidalgo, doy por cierto que cualquiera tiene el inalienable derecho de expresar su negativa sin ambages ni subterfugios retóricos y sin menor sentimiento de culpa, cuando no está dispuesto a hacer algo. Total, que si no puedo, no quiero, no se me antoja o no me da mi regalada gana, basta pronunciar a las claras ese monosílabo que aprendimos a decir, aún antes de poder balbucear ese otro par de letras que, desde pequeños, manifestaba nuestro deseo en contrario.

En castellano más sano y menos artificioso, ¿por qué soltamos el “sí” con tanta ligereza, cuando traemos empotrada la férrea convicción del “no”? Alguien me puede explicar ¿por qué creemos ganar tanto con un “sí”, sin pensar que perdemos el triple cuando no lo sostenemos?

Hoy descubro que aprender a decir no es un verdadero arte y una gracia que todos agradeceríamos. No en vano mi clásico favorito de todos los tiempos es aquella melodía de los setenteros canadienses —Three Dog Night— cuyo estribillo rezaba cuán fácil es decir “no”. Y que el sujeto de marras ni se le ocurra parárseme enfrente con alguna suerte de disculpa, porque nadie puede ser exculpado cuando abusa de la credibilidad y confianza ajenas, ¿o sí?

patyblue100@yahoo.com
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