Jalisco

—Rufianes

Es, en el fondo, una grotesca reedición de la vieja historia de David y Goliat: cayó el más fuerte

La duda sigue vigente. Ni los 200 años contados a partir del levantamiento de Hidalgo que culminaría con la Independencia, ni los 100 que han transcurrido desde el inicio de una Revolución iniciada por Madero al grito de “Sufragio Efectivo, No Reelección”, han sido suficientes para despejar la incógnita... Los criollos, a la consumación de la Independencia, se dieron el gusto de importar desde Austria un emperador, porque pusieron en tela de duda la capacidad del pueblo mexicano para la democracia. En vísperas de que Madero convocara al movimiento armado de 1910, Porfirio Díaz, apoderado (por sí o por interpósita persona) de la silla presidencial desde hacía tres décadas, sostenía, en la celebérrima entrevista con James Creelman, que México, por fin, ya estaba “preparado para la democracia”.

—II—

Más que por el resultado de la elección en sí misma, el morbo de los observadores por la “contienda cívica” (¿?) que culminó el domingo en el Estado de Guerrero se orientaba a la posibilidad de prefigurar una nueva forma de hacer política en México: las “alianzas” entre dos partidos absolutamente diferentes en sus principios de doctrina, ubicados por los analistas y por ellos mismos en las antípodas por sus posiciones ideológicas, supuestamente adversarios irreconciliables hasta hace poco tiempo, pero hermanados de manera indisoluble por un propósito rufianesco: impedir el triunfo electoral del gran favorito. Punto.

Incapaces de presentar un programa de Gobierno atractivo, convincente —seductor, al menos— al elector, los partidos aliancistas, extremadamente pragmáticos, desentendidos de las necesidades de la población, desprovistos de “cuadros” que les permitan proponer candidatos con justa reputación de honestos o competentes, obsesionados a conservar el poder a cualquier precio, se circunscriben a concentrar sus afanes en las “guerras de lodo”. Revolviendo medias verdades con medias mentiras, a partir del añejo adagio de “Calumnia, que algo queda”, hacen del desprestigio del adversario su arma maestra...

Los resultados están a la vista: entre dos candidatos parecidamente mediocres, dueños de historiales que, lejos de prestigiarlos, los desprestigian, la noticia es, simplemente, que perdió el que parecía más fuerte.

—III—

Es, en el fondo, una grotesca reedición de la vieja historia de David y Goliat: cayó el más fuerte. Lo cual no significa que ganara “el mejor”... Y lo más grave: el resultado dista mucho de garantizar que, independientemente del nombre del próximo gobernante, el ganador por excelencia de la elección haya sido (como debería ser, vía de regla, en una democracia propiamente dicha) el pueblo.
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