Jalisco

¿Quién le manda?

SEGÚN YO

Nunca hubiera deseado plantarle semejante bofetón moral a mi cónyuge, en plena víspera de ese aniversario nupcial que nunca nos ha caído en gracia festejar de manera sobrenatural, pero que por el monto de años que ya suma, bien podría ameritar una celebración, aunque sea para complacer a quienes dicen entristecerse por la indiferencia ajena hacia las fechas especiales (léase hijos, hermanos, cuñados, concuños, similares y metiches).

Si en mi mano o, más bien, en las piernas de los fallidos artilleros auriazules hubiese estado, le habría ahorrado el cáliz por el que el pobre hombre tuvo que pasar, y hasta habría sido yo capaz de dispararle un tonel de cerveza en el cual zambullirse para ahogar su inconsolable pena. Pero, quién le manda conservar su chilanga devoción al América, cuando se vive en un establo como Guadalajara. Así que no tuve más que sobarle el chipote existencial que le dejó el único pero definitivo guamazo de hule que mis rojiblancos le sorrajaron a sus insufribles emplumados.

Milagros aparte, su cremosa soberbia (tipo Cuahutémoc Blanco) le llevó no sólo a amenazarme con la certeza de que, el domingo pasado, su escuadra preferida humillaría a la mía, sino que lo haría por una diferencia numérica sustantiva. No conforme con tan cascabeleros pronósticos, encima osó retarme a cruzar apuestas que tuve que aceptar por no mostrar debilidad y, sobre todo, falta de confianza en la solidez futbolística (¿?) de mis Chivas.

El acuerdo, entonces, estribó en que el ganador impondría su preferencia en la comida del día y que su costo correría por cuenta del perdedor. Previendo la posibilidad de un democrático empate, se acordó que el gasto generado por alimentos ordenados a domicilio se dividiría a partes iguales.

Y el árbitro sonó su ocarina por primera vez en el terreno de juego y el clásico comenzó a escribir una página más en su larga y sobada historia. Y durante los casi 20 minutos iniciales me la pasé haciendo cuentas sobre el posible costo de las pizzas hawaianas, tailandesas y escandinavas que el marido comenzó a paladear mentalmente.

¡Ahogadas!, salté gritando del sillón cuando la angélica intervención de uno de los míos estuvo a punto de agujerear la meta del odiado rival. ¡De lengua y con harta salsa!, seguí canturreando frente a la cara de “falta mucho tiempo” que puso mi compañero. ¡Y dos tacos coronados con buche picado!, seguí dictando mi pedido cuando otra gloriosa Chiva se adornó con un nuevo aunque inefectivo intento, frente a unos desplumados aguiluchos que nunca encontraron el hoyo por dónde colarse, ni consiguieron abatir a nuestro puntual cancerbero, el joven Michel.

Creo que en ese momento, mi cónyuge comenzó a cantarle “Las golondrinas” al billetito que le quedaba en la cartera pero, como la esperanza es lo último que fenece, y confiado en esas volteretas que, según dice con una convicción que ni sus propios jugadores tienen, el América suele darle al marcador, se limitó a clavar su mirada en el televisor, sin resignarse a ensayar los gestos de un derrotado. ¡Con una jericalla como postre!, agregué para cerrar el pedido cuando el Amaury Ponce usó la cabeza para refundir el balón en la portería americanista.

Ya no vi cuando el árbitro sopló el silbatazo final. Para entonces, me encontraba yo muy ocupada localizando el número telefónico de las tortas más cercanas a esa casa en donde, ese día, campearon las emociones y dos soberanas enchiladas, una gustativa y la otra, de ánimo.


patyblue100@yahoo.com
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