Jalisco
¿Quién dijo que no deja?
SEGÚN YO
Muchos, para nuestra castellana fortuna, son los autores que han ganado notoriedad editorial con textos por demás deleitosos pero, estoy segura, son muchos más los que no han trascendido el intento de colocarlos bajo la vista ajena y se han guardado la escritura como un vicio íntimo y solitario, para dedicarse a sobrevivir vendiendo ahogadas (no me tientes, Satanás).
La semana pasada, no obstante, me percaté de que las palabras, sin que intermedie la terquedad de escribirlas o publicarlas en papel, son un medio económico de gran rentabilidad, siempre y cuando se descubran los adecuados campos y modos de aplicarlas. Me bastó pasar un cuarto de hora trepada en el auto, aguardando a mi hermana en el estacionamiento de un centro comercial, para atestiguar lo redituable que resulta pronunciar con deliberado tono y volumen dos o tres vocablos, para que los centavos caigan en la palma de la mano de quien los profiere, así nomás, sonantes, sin entregar recibo, sin pagar impuestos, sin esperar a la quincena, sin padecer una cola de banco para cambiar el cheque, sin peregrinar por doce cajeros automáticos para dar con uno que no hayan vaciado o esté temporalmente fuera de servicio.
¡Újule!, pensé y me dije, y yo matándome por buscar la nota, hilvanar el texto, consultar diccionarios para cumplirle a la Real Academia y al riguroso corrector que me llama a cuentas por mis imprecisiones gramaticales, y este prójimo asoleado, con la inmediatez con que entran y salen coches del aparcadero, llenándose la bolsa con sólo recitar un “viene, viene” que los automovilistas le retribuían con más de una moneda, sin saber siquiera si sería capaz de anotarlo con buena ortografía. El comedimiento con que recitó “Ai bueno, señito”, “bien cuidadito” o “aquí estamos al pendiente”, a cada parroquiano que cruzó por sus dominios, imagino que le completó el chivo del día, sin que el sujeto hubiera manifestado siquiera su intención de acomodar las bolsas de supermercado en la cajuela del sableado, o se ofreciera a reincorporar el carrito metálico a su sitio original. Ni necesidad había porque, de cualquier manera, al menos en los seis o siete casos que observé, durante los quince minutos que estuve ahí, todos los receptores de sus palabras gratificaron monetariamente su esforzado acto de cacería de contribuyentes.
Pues, con la pena y respeto que siento por su oficio, por mi conducto no se le abultó el refajo, a pesar de su insistente “viene, viene”, así que me lanzó esa beatífica venganza verbal con la que distinguen a los engarruñados de codo y espíritu: “Que tenga buen día, señito, que Dios me la bendiga”. ¿Quién dijo que la palabra no reporta dividendos para mantenerse?
patyblue100@yahoo.com.mx
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