Jalisco

¡Qué bonita es mi tierra, qué bonita!

Por Patricia del Castillo

El cumpleaños de nuestra ciudad da motivo para numerosos recuentos históricos y celebraciones populares, pero también para que la memoria de algunos tapatíos que la han conocido en diversas edades reviva gozosas andanzas, anécdotas o vivencias relacionadas con sus calles y sus personajes, mismas que hoy comparten en este espacio

Aunque cualquiera podría pensar que la remembranza es cosa de “viejitos”, las palabras de tapatíos de todas las edades nos permiten advertir que el espacio del recuerdo es tan vasto y atemporal, que la recuperación de momentos y vivencias, así como las emociones que ésta desata no tiene edad y que, en este caso, todos refieren a una ciudad en la que han crecido y han visto cambiar a pasos precipitados. “Lo que un día fue no será”, reza el estribillo de una popular canción entonada por José José, pero sirve también para enunciar lo que, en diversas épocas, no tan lejanas, los moradores de la Perla rememoran como algo que el progreso urbano dejó atrás.

“Si un recuerdo imborrable tengo de mi ciudad, es la etapa de infancia que viví por la calle Juan Manuel, en una casa en la que hoy se podrían construir cuatro departamentos del tamaño del que vivo. Como si pasara por mi mente una película, rescato las tardes en que mi mamá nos llevaba, a mi hermano y a mí, a jugar a donde los del rumbo conocíamos como la Buzeta, que hoy es la plaza de la República y el viejo obelisco quedó aislado en una pequeña glorieta, en donde confluyen la avenida México y la calle Pedro Buzeta. Había ahí bancas de cemento en las que mi mamá se sentaba a tejer, mientras correteábamos por un jardín con matorrales que se cuajaban de unas bolitas rojas, como pingüicas, que recolectábamos y comíamos por montones. Ahí mismo, estaba Novedades Bertha, ‘donde termina Lafayette y empieza su economía’, a donde acudíamos en cuanto juntábamos 10 ó 20 pesos de nuestros domingos, para comprar libros de colorear o algún otro juguetillo. Cuando el paseo se prolongaba, caminábamos por Lafayette, que era mucho más angosta que hoy, para llegar hasta el monumento de los Niños Héroes cuya rampa se nos convirtió en una delirante pista de carreras”, relata Beatriz Contreras, de 56 años, sin esconder las lágrimas que le brotan espontáneas al recordar a ese compañero de aventuras fallecido hace poco más de un mes.

El abogado Juan Enrique Zuloaga, quien apenas sobrepasa los cinco decenios de edad, relata: “Recuerdo en particular dos cosas que ya desaparecieron; primero, no sé si ocurría todo el año o sólo durante la Cuaresma, pero era muy común el pregón de  ‘pescado bagre, pescado fresco’, que el vendedor cargaba en unos carritos como los que se usan para las frutas, en los que ponían barras de hielo cubiertas con alfalfa y sobre ella, grandes filetes de pescado extraordinariamente bueno, sólo que con muchas espinas. Luego, me acuerdo que los sábados por la tarde, pasaban por la calle Colonias (la de la esquina de mi casa), arrieros con grupos de toros y vacas que, según yo, llevaban al rastro que nunca supe exactamente dónde quedaba. En una ocasión, estaban mi mamá y una muy amiga de ella afuera de la casa, y vieron pasar a un toro que se había separado de la manada. La amiga, quien tenía rancho, le dijo a mi mamá: ese toro va mal. El animal siguió dos cuadras por la calle López Cotilla y Prisciliano Sánchez, y al llegar a la esquina de Atenas, había una casa que era de mi abuelo, pero la rentaba a unos amigos que eran muy simpáticos, y que, como era sábado, habían estado botaneando en abundancia, con generosidad en los tragos. En esa época no importaba si se dejaba la puerta abierta de par en par, pues no pasaba nada. Salvo ese día que sí pasó, porque estando ellos en una agradable y etílica reunión, de repente entró un toro a la sala de su casa, sembrando pánico entre los ebrios concurrentes que salieron disparados. El dueño de la casa, con una cintura como de dos metros de circunferencia, tomó un mantel a guisa de capote para torear al animal, y como pudo, sacó al toro después de que éste hubo destrozado todo lo que tuvo enfrente”.

Parece que fue ayer


“Viví por el barrio del padre Galván, en una calle que antes se llamaba Venecia, de donde datan la mayoría de mis recuerdos de infancia: el grito de ‘turrón jóvenes’ que lanzaba un vendedor que cargaba sobre el hombro derecho una tabla con el producto, y sobre el izquierdo unas patas de tijera sobre las que la colocaba para despachar a quienes le pedían un trozo de aquel dulce duro y chicloso que ponía sobre un papelito de estraza y escurriendo un chorro de limón. Al igual que el que gritaba ‘paletas pa la calor’, recuerdo al de las ‘varits, varits’, que expendía manzanas o varitas con tejocotes cubiertos de caramelo rojo que me encantaban, pero que mi mamá nos prohibía comprar porque decía que estaban todas mosqueadas y cubiertas de polvo. No se me ha olvidado el famoso ‘Pelibaño’, un vagabundo maloliente y zaparrastroso que recorría esas calles en busca de comida o tiliches que le regalaran, siempre con un costal al hombro y unos ojos grandes que destacaban en una cara renegrida de mugre y rodeada de largas rastas en el pelo. Ahí me tocó atestiguar la extraña pasada de una plaga de chapulines que de pronto oscurecieron el cielo, la gran inauguración de Maxi Calzada y la emocionante llegada de la temporada navideña, cuando ocurríamos al parque Morelos a que me compraran una mona de cartón”. Carolina Gómez Sánchez, 62 años.

    ¿Una experiencia memorable? “¡El Mundial del 70!”, responde sin titubear Roberto Álvarez, quien a sus 49 años recuerda emocionado la fiebre brasileña que vivió la ciudad, y los desfiles que se armaban por los triunfos de la selección carioca, a los que llegó a incorporarse en compañía de su padre. “Ya no recuerdo si México ganó entonces algún partido, porque yo tenía entonces como diez años, pero en mi memoria guardo intacta la emoción de verme sentado sobre la ventanilla del carro de mi papá, con una banderita de Brasil y pegando de gritos, recorriendo la avenida Tolsá y llegando hasta López Mateos, en donde estaba el hotel al que llegaron los brasileños. Me acuerdo con cierta nostalgia de la nevería Valencia y su famosa changa, del autocinema Ritz, al que mis papás nos llevaban por las noches, con pijama y cobija; de la glorieta Chapalita, que entonces estaba cercada y en su interior había juegos, incluido el resbaladero más alto que he conocido en mi vida”.

    “Siempre que volteo hacia atrás, con intención de recordar mis experiencias amables, me veo en Plaza del Sol; acompañando a mi mamá al super, comiendo tacos al pastor, comprando una nieve de Bing o un globo de gas que muy pronto se me iba al cielo, pasando un buen rato en Diversiones Maravillosas o simplemente sentada en una banquita viendo la fuente. Era lo más cercano que tenía a mis pocos años de vida y el lugar al que pedíamos ir, cada domingo. Ahora hay ya muchas plazas, pero ésa me sigue resultando entrañable, a pesar de que ya no es como la recuerdo y con facilidad me pierdo entre tantos pasillos que ahora tiene. También recuerdo con tristeza el club Guadalajara de Colomos, porque ya no existe y ahí pasé prácticamente diez años de mi vida, entrenando natación y sirviendo como instructora a los más pequeños”, relata Adriana Martín Leos, de 33 años.

    “Las matinés del cine Reforma, los dulces agritos y elotes asados que vendían afuera del Expiatorio, la panadería de la esquina en donde me compraban merengues de colores”, enlista José Antonio Retana, de 51 años, como las delicias de la juventud que no podría recuperar en la actual Guadalajara. “Ya más entrado en años, el Da Vinci era la onda. Creo que fue el primer lugar que construyeron en esta ciudad con el concepto de discotheque y casi no había sábado que los compañeros de la facultad evitáramos vestirnos como Travolta e integrarnos a la fiebre nocturna, sobre todo cuando empezamos a pescar ahí a nuestras primeras novias formales. No saben cómo se me alegró el corazón cuando reabrieron el lugar hace como unos diez años, y cómo se me apachurró cuando atestigüé su demolición. Pienso que para los cuarentones y cincuentones de hoy era como una especie de santuario a cuyos ritos acudíamos semanalmente. Luego llegó Plantation, pero ya no fue lo mismo”.

Que 20 años ¿no es nada?

En el cuarto de siglo más reciente, Guadalajara ha evolucionado al ritmo más vertiginoso de su historia. No se necesita ser un anciano para dar cuenta de los múltiples y sustantivos cambios que la modernidad y sobrepoblación de fuereños han impuesto a una urbe que, a los 440 de edad, todavía podía presumir su espíritu provinciano. “Cuento a mis hijos que la avenida Mariano Otero no existía, sino la Calzada de la Victoria que llegaba adelantito de las vías del tren, y se les figura que les estoy hablando de la era cuaternaria o que, a los 50, ya soy un viejito narrando aventuras de la Revolución. Cuando les hablo de que Chapalita llegaba hasta Niño Obrero, que prolongación Américas era el viejo, empedrado y angosto camino a Zapopan, que en media Plaza Tapatía estaba la plaza de toros y que en los cines pasaban dos y hasta tres películas por función, se ríen pensando que les hablo de tiempos de don Porfirio, y no de la ciudad que me tocó vivir y disfrutar en plena juventud. De aquella Guadalajara extraño el pozole y las tortas de don Tomasito, las buenas jericallas que vendían en unas tazas gordas y desorejadas en los mercados, la facilidad y rapidez con que viajábamos al Centro para comprar cualquier cosa y la ‘vallarteada’ de los sábados por la noche”, narra José Juan Becerra Padilla.

    Asunción Uribe recién cumplió 55 de edad y 53 de haberse mudado a vivir a una ciudad que considera la propia y muy distante de la tierra oaxaqueña que “por puro accidente” la vio nacer. “Lo que más vívidamente recuerdo de mi infancia eran las tardes que la tía Lola me pedía que la acompañara de compras al centro, porque siempre salía yo con algo de ganancia. Mi tía compraba pocas prendas de vestir, pero nunca baratas, así que me llevaba a Las Fábricas de Francia o El Nuevo París, que desde la entrada olían muy bonito. También compraba telas en El Vapor y algunos blancos en Franco, porque el dueño era su amigo y le daba crédito que siempre liquidaba con extrema puntualidad. Pero mi máximo era que termináramos los encargos y mi tía me comprara una bolsa de donitas que vendían en los portales y me dejara un buen rato observando los aparadores de Woolworth, aquella tienda ubicada en el cruce de Juárez y 16 de septiembre, donde vendían todo lo que una chiquilla como yo podía soñar, desde juguetes hasta un montón de vistosas chucherías”.

    Aunque la mayoría de los opinantes vertió más de un comentario sobre lo que les entristece de la Guadalajara actual, aceptaron que, por hoy, lo que toca es hablar bien de la del cumpleaños y seguirle agradeciendo las buenas vivencias que sólo en una ciudad como ésta es posible vivir.

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