GUADALAJARA, JALISCO.- No se equivocaba mi madre al afirmar, con esa fe que sólo las buenas madres de antes profesaban, que la Divina Providencia no falla cuando uno se encomienda con fervor a su augusta tutela. Ni duda me cabe ahora que, aun sin haberla invocado de manera consciente, tan portentosa entidad celestial fue la que acudió en mi auxilio cuando pretendí cruzar la frontera norteña, de regreso a casa. De otra manera no me explico cómo es que estoy aquí, y no en Nueva Orleans, cantando en las banquetas para juntar lo del boleto de regreso.
Nadie, más que la Divina Prov
idencia, pudo iluminar mi camino para dar con el andén de salida correcto, después de recorrer la milla, y ochocientos metros más, arrastrando mi veliz y mi dignidad de ser racional (que no tiene rueditas, como la maleta) en un aeropuerto tan complejo como atiborrado como el de la capital californiana.
Han de disculpar el poco mundo que he agarrado en apenas poco más de cinco decenios de vida terrenal, así como la nula lógica que me asiste para descifrar los códigos de las terminales aéreas, pero casi tengo la certeza de que en una de estas modernas versiones de los laberintos mitológicos, la Victoria de Samotracia perdió la cabeza y la Venus de Milo los brazos, por andar cargando del tingo al tango, además de su equipaje, el pesado fardo
de la ignorancia.
A punto de perder algo más que el vuelo con rumbo a la primera, de las dos o tres escalas a que me obligaron mis recortes presupuestales, cuando la desesperación se me volvía casi un infarto existencial, intervino la gloriosa providencia a través de una empleada con grandes dotes didácticas quien, quizá conmovida por mi desvalido aspecto de viajera en bruto, se tomó el tiempo y la paciencia de consultar mi número de vuelo en su computadora, para ponerme al tanto de que me había pasado una hora y pico nutriendo una horizontal que no me correspondía y que, si no sacaba mis propias alitas para volar hacia el sitio correcto, mi avión despegaría con un asiento desocupado.
El asunto era llegar al punto citado y ver qué podría hacer por remediar la posible pérdida del vuelo. Todo era muy sencillo: me bastaría con tomar la rampa ascendente que se encontraba cien metros adelante, recorrer el primer pasillo a la derecha hasta la sala 18 y de ahí, salir por la puerta B para tomar el segundo pasillo a la derecha hasta encontrar la salida C que desembocaba en la puerta 32 y me conectaría directamente con la antesala de espera de mi vuelo.
Gracias a esta gentil y pedagógica servidora fue que me reconcilié con la poco servicial tribu asentada allende el Río Bravo pero, sobre todo, me acordé de la Divina Providencia que aceleró el tráfico aéreo para impedir que mi vuelo saliera a tiempo. Al cabo de 30 minutos, el armatoste traspasó las nubes, conmigo ocupando el asiento 17F, pero calibrando la posible dificultad en otras dos terminales. Y todo por no remontar las extremidades inferiores del suelo con mayor asiduidad o, dicho en mejor castellano, por ser una viajera infrecuente.