Jalisco

Penitencia involuntaria

Pero el día era completamente mío y aplicable a dar rienda suelta a toda suerte de apetitos

Qué felicidad, apenas lo puedo creer. Cuatro días sin pendiente alguno y listos para ser consagrados a la banal intrascendencia. Ora sí, va la mía, y que se vayan poniendo en fila las revistas, libros, películas y reproductores que por meses no han servido más que para hacer que el plumero entre en actividad. Que los closets, alacenas, anaqueles y demás contenedores domésticos saquen ficha para el próximo y muy lejano período vacacional, porque ni por error me ha pasado por la mente su conveniente (urgente) reordenamiento durante el presente lapso; faltaba más.

En tenor semejante y durante la quincena previa a la Semana Mayor, fui elucubrando sobre el indolente destino que daría al santo asueto, en beneficio de mi trajinada existencia pletórica de pendientes domésticos, exigencias laborales, demandas familiares e imperativos sociales. No en balde tomé puntuales providencias para dotarme de cuanto fuera menester, con tal de no verme en la necesidad de quebrantar el ostracismo al que feliz de la vida me confinaría, porque eso de salir de casa supondría no sólo bañarme, sino darme una mediana acicalada para no ser confundida con un Judas en penitencia.

Tanto y con tal ahínco sobé la perspectiva de darme a la holganza descarada durante el cierre de semana que, llegado el apetecido momento, no supe ni por dónde empezar, pero arranqué quebrantando mi firme intención de incorporarme hasta que la cama me escupiera porque, acostumbrada a renunciar a los brazos de Morfeo en cuanto el día no se anima a clarear, el jueves en punto de las seis de la mañana ya estaba yo con el ojo bien pelón y la aprensión por los horarios a punto de turrón.

Pero el día era completamente mío y aplicable a dar rienda suelta a toda suerte de apetitos, de modo que con un cafecito tempranero y un regaderazo veloz me dispuse a echar a andar mi plan que consistiría en un opíparo desayuno en mi comedero favorito, cuya digestión me sorprendería tecleando en Facebook para enterarme de alguna novedad entre la tribu y poner al día mis ociosidades compartidas en línea (saludo especial a mis vecinos de Cityville), de las que me ocupo habitualmente por lapsos que desearía prolongar hasta hartarme.

A tan capitales asuntos subseguiría la preparación de otro cafecito para darme a la lectura de un recomendado libro y, como en eso me sorprendería la hora de comer, ya tenía a la mano el teléfono de un servicio que entrega a domicilio una excelente carne asada (por mucho, mi platillo favorito) para honrar sin medida a mi predominante faceta carnívora. Una vez rumiado el alimento vespertino, yacería cuan ancha soy frente al televisor para regodearme con la visión de una reciente cinta que, según acotó quien la hizo llegar a mis manos, es una fehaciente muestra del activo talento mexicano actual.

No sigo con la lista de mis apetecidas recreaciones porque igualmente largo resultaría el recuento de mis frustraciones que comenzaron al percatarme de que en casa se había acabado el café y mi menudera consentida también planeó darse al hedonismo. Por reparaciones en el cableado de la zona, no tuve acceso a internet en todo el día y al asador de carnes le falló el reparto a domicilio. Al cabo de leer cuatro páginas me di cuenta que los arrebatos carnales de nuestros héroes no me seducen como material de lectura y lancé mentalmente un improperio a quien me lo recomendó tanto como la película que, tras el segundo bombazo y el quincuagésimo balazo, me hizo despertar con mi propio ronquido y finalmente me dejó ignorando si salvaron al soldado Pérez. Así que el turno para el reordenamiento de closets, alacenas, anaqueles y demás contenedores domésticos se adelantó para hacerme experimentar un verdadero calvario de penitencia involuntaria. A ver si para la otra.
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