Jalisco

Pa’mis pocas y escogidas pulgas

Me faltó colmillo para interpretarlo como un mal presagio, sin advertírmelo añadió media hora más a la cita pactada

Si a la paciencia fuera, ciertamente no me harían un monumento, cuantimenos si ésta debo ejercerla mediante la calma contemplación de una congénere lenta y maneada, a la que el engrudo no le sale sin hacerse bolas. Años y reumas no me han quitado las características por las que mi madre con frecuencia me distinguía con el mote de "nistijuil" porque, decía, no me estaba quieta por más de un minuto y cuanto hacía lo acometía con un frenesí tan intenso como desparpajado.

Ya entrada en años y sin haber dado nunca con el significado de la palabreja que se convirtió en mi primer seudónimo, sé que el nistijuil sigue anidándose en mis entresijos, porque difícilmente encuentro la paz y el sosiego que debe adquirir quien ha pasado a engrosar las fuerzas básicas del Insen y debe ir tanteando el tamaño del equipal que requiere para tomar el sol tempranero.

De modo que nada me resultó más empinado que aceptar el gentil comedimiento de esa vecina a quien nadie, ni siquiera sus hijos, la quieren acompañar a ningún lado, porque eso supone armarse de una paciencia como la que ni el santo Job dispuso en vida. No se trataba de reunirnos para organizar un magno simposio de economía doméstica, ni de trasponer las fronteras en un viaje largo al extranjero sino, simplemente, de aceptar su invitación a desplazarnos al supermercado más próximo, para adquirir esas dos o tres minucias que nos andan haciendo falta a media semana.

Nomás de entrada, y me faltó colmillo para interpretarlo como un mal presagio, sin advertírmelo añadió media hora más a la cita pactada, al cabo de la cual salió para decirme que en quince minutos más estaría lista y se tomó otros diez en pronunciarse como lista para emprender el éxodo.

Pa mis pocas y escogidas pulgas y ya con el espíritu del nistijuil carcomiéndome la poca paciencia que me quedaba, de plano renuncié a la convenida intención de llegar al establecimiento antes de que las hordas consumistas hicieran lo propio, porque mi atolondrada vecina se adueñó de un cuarto de hora más para girar instrucciones a su ayudante y solicitarle un listado de insumos pendientes de compra.

Una vez arriba del auto, cuando ya había transcurrido el tiempo suficiente para haber ido y vuelto, mi impaciencia comenzó a tomar visos de descomposición, porque aquel mayúsculo homenaje a la logística más caótica del planeta todavía descendió del automotor dos o tres veces para agenciarse la bolsa, las llaves, los lentes y dictar nuevas instrucciones a la sirvienta quien con cara de "sí, sí, váyase sin pendiente", parecía más apenada por la sustancial demora que su despatarrada patrona, quien volvió sobre sus flancos todavía un par de veces más, por los vales de despensa que dejó en el tocador, el traje del marido que debía llevar a la tintorería, el celular que había dejado cargando y la lista de víveres que le encargó su propia madre.

Casi tres horas después, conmigo esperando a que le empacaran lo que compró y frente a la cajera que esperaba el monto de las compras realizadas, me llegó el último retortijón existencial por el monedero que la susodicha había dejado en el asiento del auto, cuando guardó en su interior el boleto del estacionamiento. No vuelvo a prestar mi carro, ni a tomarle la palabra en sucesivas coyunturas, aunque se trate de una emergencia, porque no llegaría a tiempo para subsanarla.
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