Jalisco

—“Orgullo”

En México somos especialmente reacios al orden, a la honestidad, a la limpieza; si esa manera de ser nos enorgullece, es porque quizá nunca hayamos consultado el verdadero significado de la palabra orgullo

En fechas como ésta, sobre todo, parecería que la etiqueta de “mexicano” no se le puede colgar a nada o a nadie, sin anteponerle el adverbio de “orgullosamente”. Cualquiera diría que lo segundo es inherente, consustancial incluso, a lo primero. Se antoja que omitir el calificativo equivaldría a desnaturalizar al sustantivo; a dejarlo desnudo; que sería un grave pecado de omisión: tan grave como decir “Cuerpo de Bomberos” y no anteponerle el epíteto de “heroico”, o como decir “Cruz Roja” y no consignar su cualidad de “benemérita”.

—II—


Las “Fiestas Patrias”, en cualquier momento, pero muy especialmente las de este año, correspondientes a la conmemoración del Bicentenario del inicio del movimiento insurgente que culminaría, 11 años después, con la Independencia, son ocasión propicia para insistir en el tópico.

La propaganda oficial —el inevitable cacareo del huevo— insiste en que se celebran “200 años de ser orgullosamente mexicanos”. Probablemente la frase se utiliza desde mucho antes de que Goebbels —el ministro de propaganda de Hitler— acuñara y llevara a la práctica sus célebres “principios”, entre los cuales tres que parecerían hechos a la medida para explicar la forma machacona de manejar, en México, el binomio que nos hace inflar el pecho y desplegar, como pavorreales, el plumaje ideológico: primero, el de que toda propaganda debe adaptar su mensaje al menos inteligente de los individuos a los que va dirigida; “Cuanto más grande sea la masa a convencer —decía Goebbels—, más pequeño ha de ser el esfuerzo mental a realizar”; segundo, la reiteración incansable; “La propaganda debe limitarse a un número pequeño de ideas y repetirlas incesantemente”; tercero, el axioma supremo de su perversa filosofía: “Si una mentira se repite sistemáticamente, acaba por convertirse en verdad”.

—III—


Sabemos que en México somos especialmente reacios al orden, a la honestidad, a la limpieza; somos proclives, en consecuencia, al desorden, a la corrupción, a la suciedad; la “mordida”, la chapuza, la “transa” y el agandaye forman parte de nuestra idiosincrasia y, por supuesto, de nuestra escala de valores...

Si esa manera de ser nos enorgullece, no es precisamente porque esas prácticas nos enaltezcan —es decir, nos eleven—, sino, quizá, porque nunca hayamos consultado en el diccionario el verdadero significado de la palabra orgullo: “Arrogancia, vanidad, exceso de estimación propia, que a veces —sólo a veces... y habría que ver si es nuestro caso— es justificable por nacer de causas nobles y virtuosas”.
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