Jalisco
Nunca en domingo
Como hecho adrede, no falla
Tal pareciera que se trata de una suerte de maldición que me persigue porque, nomás con que me proponga ejercer mi inalienable derecho a una tregua semanal, es suficiente para que se me sebe el propósito de leer, ver una película o echarme un sueñito vespertino. Cual si se tratara de un salado destino, nunca falta el fenómeno social, meteorológico, sonoro o fisiológico que se manifieste para impedirme holgar a mis bastante anchas, acuciándome la gana de irme a vivir en lo alto de una abrupta serranía en donde no hay teléfonos que repiquetean para requerir al miembro ausente de la familia, ni vendedores de gas con reparto dominical, ni chiquillos que jueguen tazos al pie de la ventana de la doña que no tiene niños, ni adolescentes que se adueñen de las calles para hacer rugir sus cuatrimotos. Como nunca en cualquier domingo, el pasado sólo faltó que una centella aterrizara en mi cama, para disuadirme de seguir conservando la apetecida horizontal, después de haberme adjudicado una suculenta comida para la que no tuve que empeñar más esfuerzo que el digital, sobre el teléfono, para ordenar que la llevaran a la puerta de mi casa.
Con la jugosa perspectiva de ver un partido de futbol sin presión emotiva, a cargo de dos rivales cuya respectiva suerte me importa un serenado rábano (dando por sentado que el campeonato termina en cuanto se esfuman mis ilusiones Chivas), me dispuse a dejarme arrullar por esos maravillosos cronistas con dotes de Valium, a quienes bastan dos minutos de narración para precipitarnos a los brazos de Morfeo. Así que por ái del minuto cinco, cuando empezaba yo a hacer los bizcos previos a la inconsciencia, un olor a frijoles chamuscados me hizo levantarme abruptamente para ocuparme de mis inconclusos oficios culinarios. De nuevo tirada en la cama, al minuto doce me incorporé de nuevo para ajustar cuentas a una mosca empeñada en echarse el partido desde la comodidad de mis cachetes.
No llegaba la contienda al medio tiempo, cuando ya había yo danzado lo suficiente para espantarme el sueño y la necedad de seguir descansando, pero no cejé en mi intento y volví a tirarme para llevar a buen fin mi proyectado propósito que terminé abortando, cuando la ocarina del árbitro silbando el final del partido coincidió con el enjundioso vecino de al lado, quien resolvió lavar su auto haciéndole segunda al desafinado vocalista de una banda que puso a sonar a todo volumen. Así las cosas, me he unido al gremio de quienes consideran que nada hay más detestable que un domingo por la tarde.
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