Jalisco

Ni que fuera por puro gusto

Según yo

Si me vi obligada a permanecer de pie por más de un cuarto de hora, sin más oficio que observar un entorno que me sé de memoria, no fue por puro gusto ni a falta de una mejor perspectiva. Si estaba yo obstruyendo el fluido paso de quienes me subseguían en la horizontal ante la caja del supermercado, no fue porque me hubiera atorado hojeando revistas o indecisa sobre el sabor de los chicles para comprar.

Así que sobrando salían los impacientes manotazos que sobre la banda propinaba un sujeto, que debía estar lamentando haber perdido su turno antes que yo. “Ay señor, qué pena, mire nomás, ya lo estoy entreteniendo”, le dije con cara de primera dama posando para la tele, durante la celebración del Día del Niño entre desposeídos.

Pero nomás de ver la cara de pocas y escogidas pulgas con que aquel individuo retribuyó mi ensayada cortesía, me retracté de inmediato y rumié dos o tres imprecaciones que hubiera deseado exportar, en vez de tragármelas. ¡Ora sí, con éste!, rugí interiormente, y de la boca se me regresaron más de tres reproches que, si no fuera yo tan decente, le habría refrescado para atemperar su intolerancia.

No era culpa mía que el atolondrado debutante al que le tocó cobrarme se equivocara de tecla e hiciera la corrección correspondiente. Tampoco lo era que se le hubiera acabado el rollo de papel a medio proceso y que reponer el nuevo le demandara una pericia que evidentemente no tenía. No era mi responsabilidad que una sopa de fideos respondiera al código de la de moños y se impusiera la rectificación conducente, al igual que sucedió con unos chiles en oferta que la máquina registró con un sobreprecio de seis pesos que no escapó a mi ojo avizor.

No seré condesa, pero llevo más de 30 años meneando el abanico, por lo que me adjudico la autoridad moral para sugerirle que nunca permita usted que le comiencen a marcar su mercancía, antes de que esté usted en posición de observar atentamente los conceptos que le cargan, porque ahí es donde los rábanos se le vuelven palmitos y la mortadela, jamón serrano. Y como, según la docta percepción del cobrador, las computadoras a veces se equivocan, usted termina pagando el pato, al precio de un escuálido pollo adolescente.

Empero, volviendo al tortuoso caso del impaciente sujeto a mis espaldas en la fila, y que a la segunda errata del cajero amenazaba con mesarse seis, de los diez pelos que le quedaban, tal parece que la vida resolvió castigar su capital intolerancia porque, una vez cerrada la cuenta, el empleado deslizó mi tarjeta para pagar, con tan mala suerte, que demandó la intervención del supervisor para pedir autorización al banco, porque le aparecían algunos exóticos cargos contrarios a mis modestos hábitos de consumo.

Además de la mortificación por mi tarjeta arteramente clonada, tuve que enfrentar al sujeto cuya paciencia se desplomó entre aullidos y espasmos de furia contra mí, el supermercado, el cajero, el banco y todos cuantos tuvieron el infortunio de cruzarse en su camino. Debo confesar que, en el fondo, no dejé de sentir cierta satisfacción por la coyuntura que premió al prepotente e intolerante sujeto.
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