Jalisco
Mi birote con frijoles
Sólo un recuerdo es el que me queda de aquellos días de escuela...
Ya no sé si es el galopante alemán que me anda rondando, el titipuchal de años transcurridos desde mis ayeres escolares, o la inutilidad práctica de las incontables teorías que me recetaron, el caso es que la bruma se ha instalado en mi sesera y bien poco rescato de aquellos tempranos escarceos didácticos que me empujaron a encontrarme con el conocimiento.
Tan vago como el recuerdo de que el cateto se traía algo con las hipotenusas, rememoro que las fanerógamas se reproducían por métodos que no detonaban la inquietud por conocer los modos humanos de hacer lo propio. En tenor similar, cual si se tratara de una triquiñuela política o electorera, mi cerebro ha desplegado una densa cortina de humo sobre las dispersas nociones de geografía que adquirí, tan sinuosas como la historia que asimilé en retazos inconexos y macheteados para salvar un examen.
Y ni cómo redimir las sedantes lecciones de inglés en voz de la bonachona miss Carmen, o las rupestres prácticas para acondicionar el físico, a medio patio y bajo un sol tan canallesco como la pérfida instructora que, como Laura Bozo en pleno juicio televisivo, nos instaba a maltratar el esqueleto hasta dejarnos tenguerengues.
Creo que la única reminiscencia amable, que de manera prístina, nítida e indeleble conservo hasta la fecha, es aquel lonche que cada mañana mi mamá escurría en mi mochila y que en no pocas ocasiones me convirtió en víctima de la rapiña de quienes se decían mis amigas y que, con mi fingida condescendencia o entre rabietas de impotencia, daban cuenta sin dejarme ni siquiera la puntita, a manera de consolación.
De birote salado, recién horneado y doradito, mi progenitora le sustituía el migajón con frijoles chinitos, le agregaba unas rajitas de jalapeño y lo insertaba en una bolsita de papel de estraza de la que, a más tardar en una hora, era ávidamente extirpado por mis glotonas compañeras que no me lo dejaban siquiera llegar al recreo.
Las más consideradas, o menos abusivas, tenían la decencia de ofrecerme a cambio una ración de su propio refrigerio, pero ya parece que dos rebanadas de pan desabrido, untado con mayonesa y relleno con una lonja de jamón tan transparente como mi desencanto, podrían sustituir aquel manjar por el que hasta alguna maestra desvergonzada llegó a preguntar.
Confieso que, cuando me tocó ser yo la proveedora del tentempié escolar no fui tan esmerada, y cómo odié a las maestras que se hartaron de reconvenirme porque, en lugar de zanahoria rallada con pasitas y jugo de naranja, jícamas en cuadritos con limón y sal, verduras al vapor con queso cottage, huevos cocidos y rebanados sobre una cama de lechuga y agua fresca de frutas de temporada, dotaba a mis vástagos con unos submarinos y un frutiqueko.
Como era yo un caso perdido, o porque tal vez se convencieron de que tales gracias no eran viables para una mamá que todos los días, faltando un cuarto para las siete, salía de casa con hijos arreglados y desayunados, después del baño y arreglo personal para presentarse a trabajar 10 minutos antes de las ocho, una vez salvado el tráfico tempranero que convertía un trayecto de 20 minutos, en una odisea de 45.
Hoy me entero que ni siquiera el esmerado lonche que me preparaba mi madre con paciencia, calma y harto aceite para enchinar los frijoles, pasaría las aduanas legales del colegio. Me queda el consuelo de que fueron otras las que se perjudicaron a mis costillas.
patyblue100@yahoo.com
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