Jalisco
—Maldición ancestral
—Ahí tienes el título que querías. Ya la vida se encargará de estrellarte puertas en las narices.
—Ahí está la calificación que quieres: ya la vida se encargará de reprobarte...
—II—
Hace una semana, cuando apenas despuntaba el año, aún oloroso a luces de bengala, más de mil jóvenes —todos hombres, por cierto— se concentraban en unas oficinas del Centro de Guadalajara.
Respondían a una oferta de empleo de una planta automotriz ubicada en El Salto... Sabían —la empresa, en ese aspecto, jugó limpio— que sólo a 250 se les recibirían la solicitud y los documentos complementarios. Sabían, también, que sólo habría plazas para 50 de ellos. Sabían, igualmente, que, independientemente de la preparación universitaria que tuvieran, las plazas ofertadas eran para ejercer como obreros. Estaban advertidos de que, de ser aceptados, ganarían cinco mil pesos mensuales... Por otra parte, otros jóvenes que les repartían panfletos y conversaban con ellos, los enteraban de que las condiciones laborales distarían mucho de ser idílicas: la empresa los haría desquitar con sangre, sudor y lágrimas cada peso que les pagara.
Al cabo, paradójicamente, los afortunados 250 aspirantes que consiguieron dar el primer paso, volvieron a casa ilusionados. Los restantes, frustrados: cuando ingresaron a la universidad —privada o pública, lo mismo da— que los sedujo con su publicidad insistente en la “calidad” y en la “excelencia académica”, vislumbraban, al final de esa etapa de la vida, un panorama muy diferente al que la maldita realidad les restregaba en los ojos.
—III—
México tiene al que prometió ser “el Presidente del empleo”. Jalisco tiene al que ofreció ser “el gobernador del empleo”. Ambos festinan, a la menor provocación, las cifras relacionadas con los empleos formales creados el último año. Ambos eluden, en compensación, el capítulo correspondiente a los salarios. Ambos soslayan, igualmente, que ampliar, demagógicamente, los cupos en las universidades, sin tomar medidas para que al cabo del proceso de formación haya una vinculación razonable entre el número de egresados —miles en cada “camada”— y la posibilidad de incorporarse al aparato productivo, es vender ilusiones: igual que los merolicos de plazuela.
Con una mínima variante, pues, sigue vigente la rotunda maldición de los maestros de antaño:
—Ahí tienes el título que querías. Ya la vida se encargará de estrellarte puertas en las narices.
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