Jalisco
Leyendas de adorno
Según yo
Y resulta que uno de estos días, cuando ya las alacenas domésticas habían mermado considerablemente sus existencias, asumí que sería imprescindible hacer algo por ellas. Y me fui a meter al supermercado, derechito a la salchichonería, que es la opción más sana cuando se lanza uno de compras sin haber quebrantado las ayunas. Todo es cosa de preguntar cuál jamón no será muy salado o sabrá muy ahumado, para que una dependienta nos surta con toda suerte de butifarras que nos alcanzan a exorcizar el corrosivo efecto de los jugos gástricos. La táctica, por infalible, es inmejorable, aunque nunca queda uno exento de que la expendedora le dé a probar sólo los productos que comparten logotipo con su mandil y luego arrugue la nariz o despache con desgano cuando usted opta por una marca ajena a la suya.
Llegué al punto en que había yo catado tal cantidad de embutidos, que ya no supe ni cuál fue el que cuadró con mis preferencias. No conseguí recordar si el segundo jamón era el salado y el quinto queso estaba desabrido, o si la tercera salchicha era la buena, entre las cinco que me dieron a probar, a cual más de pastosas e insípidas.
Pero pronto la comedida despachadora me despejó las dudas con una irrechazable oferta, consistente en una pizza de regalo en la compra de un kilo de cierto producto. No sería una regia rondana rebosante de queso y salsa, pero se veía decorosa, de buen tamaño y, aunque confieso que no es un platillo al que le haría yo un monumento, supuse que el más glotón de la casa daría cuenta gozosa de aquel círculo de masa coronado con salami.
El problema comenzó cuando me pidieron que con mi recibo de compra recogiera el premio “allá afuera”, donde sólo encontré a un empleado extrañado de que me hubieran enviado a reclamarle un producto del que ni siquiera tenía referencias, de modo que me turnó a la sección de atención al cliente, de donde me retacharon de nuevo a salchichonería y viceversa, el número de veces suficiente para hacerme montar en cólera y, a un tiempo, enterarme que los encargados de la confección de estos alicientes para la compra ya se habían retirado.
Apenas dos días después de este episodio y aprovechando la fiebre futbolera que ni la crisis podrá contener hasta pasado el mes de junio, mi banco (romántico eufemismo para nombrar a mis verdugos) me otorgó un vale que debía yo presentar en cualquier sucursal para canjearlo por un balón o una playera de la Selección Nacional. Pero la potencial catafixia corrió con la misma suerte que la pizza fantasma, porque en la media docena de bancos que recorrí, nadie sabe, nadie supo y nadie tiene. La nueva desilusión no pasó a mayores, en primer lugar, porque dejé de practicar el balompié hace unos años; en segundo, porque eso de “ponerme la verde” me parece un estridente derroche de nacionalismo barato y, para rematar, ni modo que el asoleado Gómez Mont ande checando a quién se le otorgó un “permiso Segob” y no lo está cumpliendo.
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