Jalisco
La última serenata...
La crónica negra
Formar parte de una agrupación que se da a conocer gracias a una marca en la pared, la cual es concebida por la destreza en la muñeca y el romance que ésta sostiene con un bote en aerosol, no requiere de más texto que unas siglas; el significado de ellas sólo es conocido por quienes conforman dicho gremio o, por el contrario, aquellos que guardan un fuerte rencor hacia sus integrantes.
Para defender el terreno de cualquier ente trasgresor que pretenda plasmar una marca antagónica, con la herramienta odiada por cientos de ciudadanos que despiertan con caracteres ilegibles en la fachada donde antes existía color en armonía, la pandilla toma medidas drásticas y brutales que han de cumplirse cabalmente y de forma imperativa. Para eso están juntos… por ello sólo dos o tres letras representan a varias almas.
Nadie “pinta” sobre aquella barda gris, carente de vida, a menos que sean los del grupo dominante, quienes tienen el control del terreno. Tampoco es permitido un desacato al evitar involucrarse en una pugna que, al iniciar con uno, se vuelve de todos. Tal es la razón de conformar una legión. Resulta irrelevante la fecha en la que se precise defender un ataque; carece de sentido el que se trate de un 25 de diciembre o, como en aquella ocasión, del día de las madres...
Fue una noche fría que calaba en los huesos de las amas de casa que residen en la colonia Jocotán, de la ex Villa Maicera. El sonido despedido por un par de guitarras desafinadas y una voz temblante haciendo segunda se acercaba poco a poco; las puertas se abrían en un fino efecto dominó y las damas, felices por escuchar “Las Mañanitas” en el día más emotivo para el imaginario nacional, soltaban una lágrima de felicidad. Extasiadas, pues se trataba de su fecha.
Eleuterio Torres Alonso era uno de los que se encontraba entre los promotores de suspiros, llevando felicidad a la puerta del domicilio al son de las cuerdas. Acabando con el frío de madrugada ayudado por su voz, que ocasionalmente era acicalada con un trago de tequila o aguardiente.
Obligado por el transcurso del tiempo, el horario de respeto al sueño de la madre hizo callar a las guitarras, pues las mujeres homenajeadas con su serenata precisaban descansar, por lo que el respetuoso galanteo cerró con una última melodía y el hombre se despidió afectuosamente de sus colegas.
En lo que nunca imaginó, se trataría de su última serenata, Eleuterio avanzó tranquilamente por las solitarias calles zapopanas sin escuchar mayor sobresalto que el grillido emitido por los insectos. Se suponía que sus pasos lo dirigieran a su casa, pero inconscientemente acabó en la intersección de las calles Ramón Corona y Allende.
Lo pudo haber evitado, pero sus pies se anticiparon a su resguardo a pesar de que la amenaza en las paredes estaba escrita, casi incomprensible. Como si las clases de preescolar se hubiesen trasladado del pupitre a las bardas de la zona, en lo alto de un muro se leían, plasmadas como advertencia, las letras “HG”… “Hombres Grafiteros”. El seudónimo de un tropel carente de estilo y originalidad, pero al final del día, celoso del territorio que “controla”.
La luz era helada, muerta, fantasmal… sus pasos se volvieron lentos cuando un silbido se escuchó a lo lejos y a éste le precedieron otros tantos. No sabía qué pasaba; su único resguardo era correr hacia el primer poste que le brindara un poco de claridad. Pese a la nula visibilidad, Eleuterio escuchó respiraciones agitadas; después de ello notó varias sombras que se movían inciertas; alguien corría hacia él. Un terror se apoderó de su persona, pero al tratar de reaccionar un golpe seco en el rostro lo hizo retroceder.
De forma brutal, varios individuos dieron seguimiento a ese primer puñetazo que lo noqueó; las armas contundentes se sumaron a la tremenda golpiza y el improvisado músico desfalleció. Sus atacantes, cansados de golpear a un “costal” que no respondía embate alguno, se retiraron minutos después, cuando el daño estaba hecho.
Tras recobrar el conocimiento, Eleuterio continuó, malherido, hasta que llegó a su casa. Sin molestar a su mujer, entró al baño para abrir la regadera y tratar de limpiar su cuerpo maltrecho. Se recostó sobre la cama y trató de conciliar el sueño.
Horas más tarde, el hombre despertó con un fuerte dolor de cabeza y una aún más intensa sensación de nauseas. A pesar de arrojar su malestar por el sanitario, su estado de salud se vio rápidamente deteriorado y, asustado, pidió auxilio médico de urgencia.
El primer paso sería la clínica más cercana: la Cruz Verde Zapopan Norte. Los paramédicos que lo atendieron indicaron que su condición era grave, por lo que fue rápidamente canalizado al Hospital Civil, donde los especialistas dieron el aviso a su familia. Tenía el cráneo fracturado, condición que se agravaba conforme los minutos pasaban, razón por la cual precisaba una operación.
Tres días después del 10 de mayo, los mismos médicos dieron la fatal noticia a su esposa. Eleuterio había muerto, víctima de un fuerte golpe en la cabeza que le destrozó la cabeza y provocó una hemorragia interna. El informe oficial de las autoridades: “una contusión de tercer grado en cráneo complicada por edema agudo pulmonar”.
La Policía Investigadora inició con las pesquisas tras el crimen, y al tratarse de un problema entre pandillas, rápidamente dio con el causante. Se trataba de un joven de 20 años que, conflictuado con su nombre real, prefiere ser reconocido como “El Spay”: Édgar Eduardo Hernández Almaraz o Ernesto Almaraz Gómez.
Una eterna riña entre dos bandas rivales lo llevó, en compañía de dos sujetos más, a cometer el atentado contra la víctima. Como tiende a suceder cuando la sociedad entera abandona a un grupo subversivo, la razón del ataque fue una pelea que va más allá del control por la geografía urbana, del impedir que un extraño cruce las barreras del terreno que “les pertenece”: el orgullo por representar a “el barrio”.
EL INFORMADOR/ ISAACK DE LOZA
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