Jalisco

—Indignación

Por donde quiera verse, una desgracia: la ruina, en medio de los remordimientos, de la vida del padrastro; una profunda, irreparable herida en el alma de los padres biológicos del niño...

¿Cómo puede tenerse corazón para publicar estas historias?... ¿Cómo puede tenerse estómago para leerlas?...

—II—

El caso del niño Leonardo Daniel Casparius, que hoy, desgraciadamente, constituye la noticia por antonomasia, fue un sismo informativo que alcanzó, a nivel local, dimensiones de terremoto. Primero, la preocupación por un aparente secuestro. Después, la sospecha de que quizás se hubiera tratado de la sustracción del menor —que no es lo mismo— por parte de su padre biológico, separado de su madre. Posteriormente, ya con dolor, la confirmación de que el niño de un año y siete meses... estaba muerto. Más tarde, ahora con horror, la hipótesis de que pudo tratarse de un parricidio (asesinato de un ascendiente o descendiente, o del cónyuge). Y al fin, cuando aún se barajaba la posibilidad de que la muerte del pequeño se hubiera debido a un desgraciado accidente, y el afán de ocultar el suceso por parte del padrastro, consecuencia de la ofuscación del momento, surge el añadido de agravantes inenarrables, que eventualmente ameritarán, de comprobarse, la aplicación de la penalidad máxima establecida por las leyes.

Por donde quiera verse, una desgracia: la ruina, en medio de los remordimientos, de la vida del padrastro; una profunda, irreparable herida en el alma de los padres biológicos del niño; una vida inocente, en fin, que se malogra en la etapa en que los hombres sólo tienen una bendita obligación: aprender, siendo felices, rodeados de amor, que, en efecto, la vida es bella.

—III—

Decía monseñor Paulo Evaristo Arns, cardenal arzobispo emérito de Sao Paulo, en algún panel acerca del llamado “periodismo popular” (la “nota roja”, como genéricamente se denomina en México), que ese género resulta atractivo para el público, en la medida en que corresponde al yo reprimido.

“Nada de lo humano me es ajeno”, sentenciaba Terencio, dos siglos antes de Cristo. Arns sostenía que la educación (“los valores”, como ahora se dice) es el valladar que nos impide hacer realidad todos nuestros impulsos, y que la nota roja consigna hechos de los que nosotros mismos, si no tuviéramos ese imperativo obstáculo moral, podríamos ser autores.

Queda, así, entre lo poco rescatable de ese episodio, un consuelo: las pruebas, por las expresiones de dolor y de indignación a que el suceso ha dado lugar, de que, pese a tantos horrores de que hay que dar fe en el tránsito por este valle de lágrimas, aún no nos hayamos vuelto totalmente insensibles ante tamañas monstruosidades...
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