Jalisco
Gorrones y malagradecidos
Paty Blue
Como de unos siete años y un metro de estatura, aquel vampiro molacho no sólo encabezaba al demandante gremio de fachosos de coyuntura, sino que se encargaba de tocar el timbre, exponer sus pretensiones, anticipar al contingente sobre la naturaleza de la dádiva en turno y amenazar con la ejecución de alguna maldad menor, o un plantón con todo y pancartas, en caso de no ser tomadas en cuenta sus exigencias dulceras.
“Nomás dos dulcecitos”, gritó el pelado volviéndose hacia sus huestes cuyo alboroto cesó de improviso. No se necesitaba ser bruja para adivinar el desencanto que les provocó la reprimida generosidad de su momentánea anfitriona, y hasta me pareció ver que algunos desertaban y abandonaban la fila, por considerar que la retribución no ameritaba perder un tiempo valioso para ir en busca de mejores perspectivas. Quizá sólo los mejor educados decidieron proseguir con el ritual y, como si se tratara de los habitantes de un pueblo socialista que acuden por su escueta ración de comida, fueron desfilando, recibiendo y agradeciendo mi supremo acto de buena voluntad.
Debo aclarar que no soy entusiasta promotora del transnacional asunto de las brujas y los espantajos que salen a danzar por una noche al año, pero me divierte ver cómo las nuevas generaciones exorcizan sus demonios vistiéndose como tales y jugando con todo aquello con lo que a mí me espantaban de niña. Pero tampoco soy como la chauvinista rabiosa que vive al lado mío, quien lo único que reparte en tan memorable fecha son denuestos, regañadas y, si pudiera, hasta jalones de orejas a los inocentes que osan presentarse a su puerta para pedirle una triste galleta.
Aunque ya no tengo hijos en edad de momificarse por un día, guardo memoria del alboroto con que aguardaban la fecha, de la diversión que les provocaba ataviarse y pintarrajearse como monstruos y de la pueril excitación de llenar una bolsa del súper con dulces y confituras que les duraban hasta las posadas. Y en memoria de su feliz infancia es que cada año me prevengo con mis “dulcecitos” para repartir a la chiquillera que me toma en cuenta y toca a mi puerta. Y conste que me esmero por elegir algo modesto, pero alusivo al festejo y suficiente para no dejar a nadie con la mano estirada.
Lo triste es que, acostumbrados a las fiestas infantiles de hoy, en las que poco falta para que les den triciclos y patines como bolo, resulta francamente empinado complacer a los niños con algo que no sean celulares rellenos de lunetas, camioncitos pletóricos de caramelos o un equipo de futbol formado por una oncena de pelorricos para cada uno. En la frenética competencia por ver quién da más, como bien apuntó mi crítico mayor, sólo a mí se me ocurrió salirles con dos “dulcecitos” por cabeza.
patyblue100@yahoo.com
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