Jalisco

En cuenta regresiva

En medio del endemoniado congestionamiento vial provocado por el evento conmemorativo del año que falta para que lleguen los Panamericanos

La más reciente semana me ha refrescado el indómito deseo de irme a vivir a la Conchinchina, o alguna otra exótica región menos carera y gobernada con más seso porque, lo que es en este país que para costear vidas ajenas a todo lujo, inútiles guerritas contra los malos, fastos bicentenarios y caprichos de quienes administran el poder nos carga la mano con singular descaro, como que ya no me hallo.

Como lo hizo don Miguel, hace 200 años, tomándole prestado su libertario grito de “Muera el mal gobierno” (y los que se benefician de él) y añadiéndole un personal “Ora sí, ya me hartaron”, ganas no me faltan de coger aunque sea una bandera de las Chivas y un palo de escoba para salir a la calle, a ver cuántos inconformes se me unen, para manifestar la creciente irritación por cuanta tropelía se comete contra nuestro tiempo, paciencia, buena fe y dineros ganados cada vez con más dificultad.

Todavía no clareaba el día, cuando el timbre de la puerta sonó, obligándome a salir del baño al que recién había ingresado para realizar mis impías abluciones matinales. Imaginé que viéndome esa facha tempranera en pijama y chanclas, con el pelo desbarajustado y el rímel corrido hasta medio cachete, el inopinado visitante caería a la cuenta de su inoportunidad y pospondría sus intenciones para una ocasión que no pusiera en entredicho mi buena imagen. Estoy segura que cualquier persona comprensiva, tolerante o medianamente decente habría aplazado la pretensión de entrevistarse conmigo a esas horas y en tan impropias circunstancias, pero no los emisarios del sistema tributario que estaban ahí para hacer efectivo el pago de una multa o para cargarse mis pertenencias en calidad de embargo, sin vuelta de hoja y a más tardar, en los treinta minutos que faltaban para que dieran las ocho de la mañana.

Hasta el pelo alborotado se me alació al enterarme de que el contadorcillo a quien confié mis asuntos fiscales, cual producto chafa de piratería china (porque no me alcanza para patrocinarme los oficios de un original de buena marca), no hizo llegar a la instancia correspondiente un par de sucesivas declaraciones por cuya omisión debía yo pagar lo que con trabajos saco a la quincena. No tuve más opción que cantarles las golondrinas a los centavos que me había empeñado en “alzar” (como diría mi abuela), para el urgente servicio que requería mi paciente automotor, que a punto estaba de entonar sus propias aves viajeras.

Como mi noble patas de hule no mostrara disposición a esperar más, sin armarla de tos con todo y estertores, acudí al muy mexicano recurso del empréstito que tuvo que ser ampliado, para subsanar esas deficiencias adicionales que siempre surgen en cuanto entra un auto al taller, pero insuficiente para costear los 250 pesos extra que ahora debemos erogar por la calcomanía de verificación sin la que los agentes viales nos arman el respectivo pancho. Ahí supe que al medio ambiente no le basta con que un carro no emita contaminantes, sino que debe también sanear las economías de los que se inventaron el arbitrario negocito.

Ya para el jueves, en medio del endemoniado congestionamiento vial provocado por el evento conmemorativo del año que falta para que lleguen los Panamericanos (costeado a base de exprimir al pueblo hasta la ignominia), el hígado acabó haciéndoseme moño y me instalé un reloj en cuenta regresiva para contar los meses, días y horas que faltan para que nuestro mal gobierno y sus iluminados beneficiarios desaparezcan. ¿Que viva México?
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