Jalisco
El engorro de los apartados
Ocurrí a un concierto coral celebrado en un pequeño teatro local, me topé con un nuevo y celoso “apartador” que se adueñó de los diez asientos disponibles
“Ese lugar está ocupado”, dijo una voz cavernosa a mis espaldas, en cuanto puse mi plato sobre la barra de aquel puesto callejero y a punto estaba de clavarle el diente a una jugosa torta ahogada. Con el temor de habérmele sentado en las piernas al hombre invisible, volteé confusa y apenada para disculparme con quien me hacía el señalamiento, para encontrarme con una cara de pocos amigos y muchos deseos de que acatara yo su moción con la diligencia de un burócrata frente al jefazo y buscara otro lugar donde aposentarme con todo y torta.
Sin salir del estupor porque, aún con mi rampante miopía, no distinguía yo un tortahabiente en busca de espacio, el sujeto aclaró que la pretendida ocupante del sitio tan celosamente reservado ni siquiera había llegado, pero estaba a punto de hacer su triunfal arribo cual si fuera la reina de Inglaterra. Y resultó que la pomposa (textual) hidalga, cargada de joyas, colágeno y silicón por donde se le viera y en idénticas proporciones, hizo acto de presencia cuando yo ya me chupaba los dedos y daba el último trago de refresco para bajarme la enchilada.
Ese mismo día, por la noche, ocurrí a un concierto coral celebrado en un pequeño teatro local, me topé con un nuevo y celoso “apartador” que se adueñó de los diez asientos disponibles para sendos parientes que verían gratificada su impuntualidad con los mejores asientos del lunetario, obligándome a desplazarme a gayola, desde donde pude apreciar la llegada del alharaquiento contingente, ya bien entrada la función.
Y mejor lo agarro con filosofía, si no quiero pasar el resto de mis días ennegreciéndome el hígado con la costumbre de la “apartadera” que se ha vuelto maldición urbana porque, justo al siguiente día, fui corrida con todo y coche cuando intenté aparcarme en un lugar reservado al valet parking, en el interior de un estacionamiento de paga y, posteriormente, por el “franelero” en cuyos dominios banqueteros traté de ubicarme.
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