Jalisco

El derecho a la salud

Mientras son peras o son manzanas, la Legislatura se ha encargado de, en lugar de mejorar los servicios de salud gubernamentales, mejorar los propios

O el derecho a decir salud, muchas veces y manejar el auto sin miedo a las consecuencias de los propios actos, sean parte de la justicia que les hizo la revolución a nuestros queridos diputados locales.

Lo que sucede, expresado en boca de uno de ellos, es que no es de su agrado ir a las instituciones de seguridad social a las que tiene acceso el pueblo.

A nuestros diputados no les gusta la vejación de la espera, la carencia de medicamentos y de camas… y no desean sufrir en carne propia los huecos del sistema de salud que, como muchas de las grandes instituciones del país, hace agua por todas partes.

Tal vez con el tiempo las cosas mejoren y el Seguro Social pase a ser una empresa no rentable, como en su tiempo lo fue la telefónica del pueblo mexicano, y así pase a las manos de un importante señor, vía transparente licitación, y podamos los mexicanos lanzar otra estrella al firmamento de la revista Forbes. O tal vez desaparezca como el ferrocarril de pasajeros. No es importante.

Mientras son peras o son manzanas, la Legislatura se ha encargado de, en lugar de mejorar los servicios de salud gubernamentales, mejorar los propios. Y ese asuntito, burdo y grosero, no es el problema, sino un síntoma más de una maquinaria que falla desde la gran mayoría de sus aristas.

Una estrella más dentro de la Pléyade de corruptelas menores y mayores que parecen surgir de la disparatada imaginación de un teporocho sin dinero, en las que incluso corporaciones policíacas compran bases de datos personales en Tepito y un enorme etcétera que parece no importar nada, que no mueve un ápice la realidad absurda en la que hemos elegido habitar.

Ése es justo el asunto y uno de los ejes rectores de la problemática: nosotros somos este lugar, de nosotros salen todas estas cosas y vemos, tranquilos o infectados de una ira titánica, surgir escándalo tras corruptela para gritar por entre cinco y siete minutos y luego entrar a la tienda más cercana a olvidar, con un helado de mandarina, a los niños tatemados o escondidos debajo de la cama o los millones robados o los insultos y otras tantas cosas que ya se me olvidaron o que estoy a punto de olvidar.
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