Jalisco
El costo de la fealdad
La belleza a la que la ciudad debiera ajustarse no es ornato superficial
“Entre las causas de la violencia ciega que amenaza con destruirlo todo, nadie incluye la desolación y la desesperanza que engendran vivir, sobrevivir, en un lugar donde toda fealdad tiene su asiento”.
No es nunca superfluo hablar de la fealdad, de la ausencia radical de belleza, como uno de los componentes determinantes de la ciudad contemporánea. Pero, ante el cúmulo de urgencias que apremian a Guadalajara, pareciera fácil relegar esta consideración detrás de otros factores. ¿Cómo pensar en la belleza si falta el agua, si la violencia urbana prolifera, si moverse en el tejido citadino es cada vez más costoso y difícil, si…?
La belleza a la que la ciudad debiera ajustarse no es ornato superficial, cualidad extra, lujo opcional con costos a ahorrarse. Un examen de las arquitecturas populares de todos los tiempos puede ofrecer una gran lección: la lógica consistente, el orden sereno y mesurado con que las necesidades humanas son resueltas producen una poderosa armonía, una belleza inmediata de la que nunca están excluidas, por cierto, la fantasía y la gracia. Los pueblos y las ciudades así construidas resultan lugares satisfactorios para vivir.
Guadalajara, así lo consignan muchos testimonios gráficos, fue por siglos una ciudad que guardaba una razonable armonía, una sobria belleza. La decadencia tapatía en este renglón es también evidente. La gravedad del daño se infiere de lo que Pacheco afirma: la fealdad produce desolación y desesperanza. Es difícil construir un apego, desarrollar un afecto por una ciudad cuya materialización agrede a los sentidos. El habitante de la urbe, enfrentado a un panorama descuidado y hostil, sujeto a una sorda violencia, se encuentra alienado, ajeno a su entorno. Y así, la ausencia de lazos afectivos acentúa la creciente marea del deterioro.
La fealdad de la ciudad siempre es una suma: construcciones adocenadas, vulgares o descuidadas, calles y banquetas maltratadas y repelentes, árboles talados y mutilados, aire envenenado, contaminación visual galopante e irrestricta, ruido ubicuo y fuera de control. Todo esto ejerce una tácita y clara violencia sobre la población. Y la violencia, inscrita en el tejido mismo de la urbe, produce fatalmente más violencia. Gravísimo costo.
Muchas son las medidas para combatir este problema. Mencionemos tres: cuidar celosamente los árboles existentes y plantar muchos más. Además de sus conocidos efectos benéficos sobre la salud pública, la presencia vegetal en la urbe sirve como gran amortiguador de la fealdad, como elemento de armonía y tranquilidad visual.
Grandes cantidades de construcciones desafortunadas pueden así beneficiarse. Otra medida consiste es aplicar rigurosamente los ordenamientos actuales y profundizar en la reglamentación de la publicidad exterior. No es posible que los puentes peatonales se conviertan en soportes publicitarios y arruinen perspectivas completas; no es posible que un solo anuncio “espectacular” eche a perder la escala y el decoro de un contexto amplio (por no hablar de lo que hacen estos artefactos acumulados.) La tercera opción es el impulso serio y consistente al arte urbano, elemento generador –cuando está bien concebido e instalado– de armonía e identidad.
Es posible revertir la violenta marea de la fealdad. No como un gesto para la consecución de “atractivo turístico” (aunque de pasada se logre), sino como una herramienta fundamental para la convivencia cotidiana.
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